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De genio, dolor y corazones imparables

CINE 

Agustín Ortiz 

 

 

Hay un chiste en Los Simpsons en el que, a la hora de enumerar los grandes logros del fundador de un periódico, Homero Simpson suelta una frase que ya se ha convertido en Vox Populi a la hora de buscar flaquezas, a la hora de hablar de genialidad.  

 

Y si era tan listo ¿por qué se murió? 

La idea de una grandeza sin defectos es algo que ha permeado en la modernidad; se habla de personas como Elon Musk o Steve Jobs partiendo del legado que crearon, uno que cambió nuestra manera de entender el mundo y que por su aporte al progreso en muchas ocasiones sepulta el lado obscuro de ellos, por trauma o decisión propia, uno que si bien no resta genialidad al personaje sí en muchas ocasiones nos obliga a evaluar la totemificación de ellos, borrándonos de la mente una idea esencial: todos (y digo TODOS) somos seres falibles. 

En 1997, el sueño de dos amigos de Boston se convirtió en una de las películas imprescindibles de los años 90, una que hasta el día de hoy sigue generando conversación no sólo a la hora de hablar de buen cine sino también en la unión ya no de genialidad y temperamento, sino de temperamento y éxito. 

Mente indomable (Good Will Hunting, 1997), dirigida por un Gus Van Zant en estado de gracia (dejando a un lado el cine independiente que tanto reconocimiento le había dado con clásicos modernos como Drugstore Cowboy y My own private Idaho) y escrita y protagonizada por unos en ese entonces desconocidos Matt Damon y Ben Affleck (quienes ganaron el Óscar a mejor guion por esta cinta, al lado de un oscarizado e impagable Robin Williams (en quizá su mejor actuación como el psicólogo Sean McGuire), narra una historia que quizá en otras manos pudo haberse convertido en un cliché o en algo similar a un telefilme de autosuperación, pero que al no olvidar el corazón de sus protagonistas nos muestra una cinta que no sólo se queda en nuestra memoria, además de ser dueña de la mejor anécdota sobre baseball que ha dado el cine. 

También late en nuestros corazones. 

Al inicio de la cinta Will Hunting (Matt Damon) es muchas cosas: expresidiario, conserje de una escuela, chico solitario con problemas de ira y, además, un genio en las matemáticas. Cuando un petulante profesor de matemáticas decide retar a sus alumnos a resolver una ecuación compleja sabiendo que están destinados a fallar, Will es el único que puede hacerlo. 

Y lo que empieza como asombro se convierte en desconcierto: 

¿Si es tan inteligente por qué nadie lo ha descubierto? 

¿Cómo un conserje puede ser un genio en las matemáticas? 

¿Cómo alguien tan conflictivo, un expresidiario que pasa sus días bebiendo y peleando, puede ser tan brillante? 

Al ver que esa mente sólo necesita ser encauzada, el profesor decide contactar a un viejo compañero de facultad, un psicólogo (Robin Williams) que quizá no sea el más brillante pero que tiene la paciencia y el corazón para hacer lo que nadie había hecho con Will hasta ese entonces: escucharlo y aceptarlo, no necesariamente tolerándolo sino comprendiendo que pasado no necesariamente es destino. 

Y que dolor no es sentencia. 

A veces ésa es la primera enseñanza y la más necesaria educación.  

Después es sólo darse cuenta de que la educación no termina, pero uno debe tener abierta la mente para comprenderlo y vivirlo, brillando en su potencial no sepultando el dolor sino aprendiendo a vivir con el. 

Sabiéndonos falibles. 

No siempre culpables. 

Sabiéndonos podemos ser mejores. 

Y esta película es un perfecto recordatorio impreso en la posteridad del celuloide. 

Joya absoluta. 

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