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El hombre detrás de “Amor sin barreras”

CINE 

Agustín Ortiz 

 

 

En el nombre ya llevaba la penitencia. 

Jerome Wilson Rabbinovitz. 

Jerome Robbins, para la historia. 

Nacido en el seno de una familia judía de los barrios bajos de Manhattan en 1918, Jerome había sido bautizado como Wilson en honor a la devoción que sus padres sentían por el presidente Woodrow Wilson (arquitecto de la llamada Liga de Naciones y uno de los primeros políticos progresistas de la Norteamérica del siglo XX), algo que no lo molestaba pero le sonaba raro: un nombre netamente americano junto a un apellido (Rabbinovitz) que en esa época marcaba una diferenciación, una que, aunada a un descubrimiento temprano de su bisexualidad, siempre le hizo sentirse ajeno. 

Y aun cuando sus padres, al alcanzar el éxito y prosperidad con sus conexiones en el mundo del teatro y vaudeville, decidieran acortarlo al más americano Robbins, esa sensación jamás abandonó a Jerome. 

Fue así como, habiéndose graduado en danza moderna con la  legendaria bailarina Alys Bentley, ya se había convertido en una figura legendaria del ballet y el teatro, no sólo por piezas fundamentales como On the town (1944, donde coincide por primera vez con el compositor Leonard Bernstein, quien, como él, vivía conflictuado por su sexualidad) e Interplay (1945, que lo convertiría en cabeza del New York City Ballet), sino también por su intensidad, temperamento y progresismo (uno que, por ejemplo, hizo que impusiera sobre el Director su idea de que el coro de On The Town tenía que mostrar diversidad racial porque así era New York), así como esa legendaria historia de cuando cayó al pozo del teatro, preocupado por dar las mejores instrucciones de qué coreografía quería en el musical jazz de 1945 Billion Dollar Babby). 

Que su genio llegara a Broadway era algo que no sorprendió a nadie. 

Que lo cambiara, tampoco. 

Si no hubiera hecho nada después de 1954, Robbins aún hubiera pasado a la historia por haber descubierto, junto con George Abbot, a la legendaria Shirley McLaine en la puesta en escena de The Pajama Game, pero fue en 1957 cuando decidió retomar una idea que tenía desde 1949  con Bernstein y el dramaturgo Arthur Laurents: una adaptación de Romeo y Julieta trasladada al New York que él vivía, centrada en los conflictos que surgen por la relación entre una chica judía (sobreviviente del holocausto) y un chico irlandés (protestante) cuyas familias se oponían a la unión, con el tema del antisemitismo, que tanto pululaba en esa sociedad al frente. Laurents quería hacerlo ópera, pero Robbins se aferró a que la mejor manera de llevar temas tan importantes como los derechos, la tolerancia y el racismo a un público más amplio, disfrazándolo de entretenimiento, era haciéndolo en forma de teatro musical, amparado por ese frenetismo calculado y enérgico que se había convertido en su sello como coreógrafo. 

¿Y quién le iba a decir que no a Robbins? 

Fue durante un trabajo en Hollywood escribiendo El velo pintado, para Ava Gardner, cuando Laurents y Bernstein se reunieron y hablando del problema de pandillas entre latinos en el Bronx Neoyorquino fueron dando forma a un musical que redefiniría no sólo el teatro sino lo que se podía hacer con el entretenimiento. 

Así, con los barrios bajos del Bronx de los 50 como escenario, y con Leonard Bernstein y un debutante letrista de nombre Stephen Sondheim (que siempre despreció la obra hasta el final de sus días por considerarla algo menor), Amor sin barreras se estrenó en Broadway en 1957 convirtiéndose en un clásico instantáneo donde la intensidad de Jerome Robbins fue clave a la hora de mostrar y montar una historia donde, entre coreografías portentosas y canciones memorables, nunca se perdían de vista tanto la trágica historia de amor de sus protagonistas como una crítica social que emocionaba y conmovía en partes iguales. 

Hollywood prestó atención, y en 1961 estrenaba una adaptación que, así como la obra original había redefinido Broadway,  redefiniría el séptimo arte, donde bajo la dirección de Robbins y Robert Wise (que después en La Novicia Rebelde (1965) crearía un clásico que hasta la fecha no ha perdido su encanto), ganando la friolera de 11 premios Óscar (incluyendo mejor película y mejor director, convirtiéndose en la primera vez que dos directores compartían el galardón), además de consagrar a leyendas como la malograda Natalie Wood y la formidable (y oscareada) Rita Moreno. 

El medio no importaba porque la crítica e ideas de tolerancia y aceptación que mostraban eran universales y han sido fundamentales, junto con la coreografía y esa música que se clava en tus oídos, para convertir a esta obra no sólo en una grande cuando hablamos de cumbres del teatro y el cine, sino también como un hito de la cultura a secas. 

Nada mal para un chico que se sentía ajeno y reprimido, uno que en el arte encontró la libertad. 

Y eso no debe conocer barreras. 

 

 

 

joseagustinortiz86@gmail.com

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