La omisión de los Coleman: una familia atrapada en su propio silencio
TEATRO
Rodolfo Meléndez Sánchez
En el escenario no hay escenario. Hay una casa. No, no es una casa: es un PH en Boedo. ¿Qué es un PH? ¿Un pasillo? ¿Una madriguera? ¿Un laberinto? Allí nació, hace casi veinte años, La omisión de la familia Coleman, esa obra donde los personajes se mueven como insectos atrapados en un frasco, respirando un aire cada vez más turbio. Claudio Tolcachir, que jamás pensó en escribir, escribió. Que jamás pensó en dirigir, dirigió. Y lo hizo llamando a sus amigos convocando cómplices para un crimen doméstico. Improvisaron, jugaron, omitieron, y de esa omisión brotó el texto.
Los Coleman son una familia, pero no. Son una familia rota, pero tampoco. ¿Quién es la madre? ¿Quién es el hijo? ¿Quién es la abuela? ¿Y qué significa “padre” si nunca aparece? La madre se llama Memé, pero podría llamarse Niña. Marito, su hijo, duerme con ella. Ella lo trata como hermano, o como muñeco. La abuela, enferma, sostiene con sus huesos lo que los demás no pueden sostener. Verónica, la única que conoció un padre, parece fuerte, aunque se quiebre. Gabi trabaja, pero no puede escapar. Damián huye incluso cuando está presente. Y todos se gritan, se acusan, se ríen, se abrazan, como si la comunicación fuera un malentendido interminable.
El espacio se desdobla: primero la sala de la casa, luego una clínica. Pero, ¿cuándo salieron realmente de la casa? ¿No es el hospital otra habitación de la misma cárcel? Allí tienden ropa en los cables de suero, allí juegan a ser normales, allí continúan la omisión.
El público se ríe, aunque la risa es amarga. Se reconoce en esos personajes absurdos. Una familia argentina que es también irlandesa, china, mexicana. Una familia que es todas las familias, porque en todas se calla, en todas se posterga, en todas se espera la catástrofe para luego exclamar: “¡Qué terrible lo que pasó!”. Y todos sabían lo que iba a pasar.
Tolcachir y sus cómplices de Timbre 4 transformaron aquella primera función en un fenómeno mundial. Más de trescientas mil personas han visto la obra. Se ha traducido a ocho idiomas, se ha representado en veintidós países, ha ganado premios, ha recorrido festivales. ¿Por qué? Tal vez porque la omisión no es solo de los Coleman: es de nosotros, espectadores cómodos en la butaca, que reímos para no llorar.
La obra dura noventa minutos, pero podría durar una vida entera. Al final suena una canción ligera, casi ridícula, mientras las luces se apagan y el vacío se instala. El público sale, pero los Coleman siguen allí, encerrados en Boedo, omitiendo. ¿O acaso somos nosotros los que seguimos allí, atrapados en la misma omisión?
Un éxito teatral, sí. Una comedia dramática, también. Pero, sobre todo, un recordatorio de que la familia —ese invento frágil, absurdo, necesario— siempre se disuelve, y que el silencio, el verdadero protagonista, nunca abandona la escena.
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