L’imagination au pouvoir

ENSAYO

Laurence Le Bouhellec 

 

 

La imaginación al poder. Este famoso eslogan parisino del mes de mayo de 1968 me ha parecido el más adecuado como título para esta breve reflexión, porque considero que los libros son algunos de los instrumentos ideados por el ser humano, entre los más privilegiados para poder entrar en contacto con otros mundos -en todos los sentidos que puede abarcar la palabra mundo: otros mundos de personas, otros mundos de formas de pensar, de sentir y de entender, otros mundos de expresar y expresarse-. No hay mayor nomadismo lingüístico, cultural o intelectual que el que nos ofrece el libro. Así que, si la palabra infinito tiene sentido, para mí es lo que se puede aplicar al libro por caracterizar de manera emblemática, aquella apertura al otro y a lo otro que parece poderse renovar y prolongar tantas veces como el hojear páginas nos es permitido -y posible.  

Sin embargo, la información proporcionada por ciertos archivos históricos nos enfrenta a situaciones que discrepan radicalmente de la que acabamos de describir. Por ejemplo, en el escenario del paleolítico, las únicas huellas que se han conservado con respeto a las preocupaciones intelectuales de nuestros muy lejanos ancestros están conformadas por la heterogénea y compleja iconografía de pinturas y grabados registrada en cuevas. Una actividad de producción, la cual, acorde con las últimas investigaciones, solamente podían realizar determinadas personas, probablemente chamanes. Es decir que el elaborar y transmitir el conocimiento, en el principio de su visibilidad, fue el privilegio de unos cuantos elegidos. Según René Girard, el pertinente funcionamiento de las antiguas comunidades humanas se fundamentaba en la necesaria méconnaissance -el no conocimiento-, por parte de la mayoría, acerca de la fundamentación y justificación de los determinados mecanismos de funcionamiento y de control de la totalidad de sus prácticas existenciales. Dicho, en otros términos: conocimiento y saber para una élite; no conocimiento y no saber para la gran mayoría. Parece ser, entonces, que el saber leer o escribir fueron en un principio -y hasta donde lo podemos documentar- relacionados con el ejercicio del poder.  

Esta situación milenaria se reestructuró con las ideas del siglo de la Ilustración, que vieron como la posibilidad de un avance político absolutamente radical el desarrollo de programas de educación pública. Pero este periodo abre también las puertas de los manicomios, así como el de las cárceles, y da inicio a la elaboración de los primeros grandes registros de patologías, en particular en lo referente a las enfermedades clasificadas como mentales. Como si la palabra escrita no pudiese desligarse completamente de su primer origen: dominar y controlar. En este sentido, no ha de sorprender que uno de los espíritus iluminados de este periodo, Jean-Jacques Rousseau, autor de un tratado de educación –Emilio- haya sido también un pensador del abismo que separa el estado de naturaleza del estado de cultura -como se solía decir en aquel entonces- y un pensador del abismo que separa las culturas administradas por una lengua sin escritura de las culturas administradas por una lengua-escritura. Si la escritura se puede pensar como suplemento -en el sentido que es un suplemento histórico a la lengua como tal- no deja de ser ante todo un suplemento peligroso. “Suplemento peligroso”, estas son precisamente las palabras de Jean-Jacques Rousseau en las Confesiones. 

Personalmente creo que es este uso “peligroso” de las lenguas-escrituras, el que ha ido fomentando también el uso otro de la palabra, este uso que activa precisamente el principio de la imaginación al poder, entendiendo por imaginación la capacidad que tiene el hombre a nivel psíquico para reordenar a su antojo la información del mundo y poder construir otro mundo u otros mundos, según. Si la palabra encierra y limita, también puede franquear barreras y fronteras. En los antiguos gabinetes de curiosidades y demás studioli de la élite intelectual y científica de la vieja europea, las heterogéneas colecciones de maravillas y rarezas convivían casi siempre con una biblioteca, en una peculiar mezcla de erudición y mera curiosidad. Por su parte, el relato de viaje, uno de los géneros de moda en el siglo XIX, permitió a miles de lectores entrar en contacto con el otro y lo otro desde la comodidad de su propio sillón, disparando igualmente su imaginación por medio de sus ilustraciones. No olvidemos que uno de los best-seller de la época fue el relato de los viajes del barón von Humboldt por tierras americanas. Sin embargo, podríamos pensar también en el éxito contemporáneo de la serie Harry Potter o en las novelas de Gabriel García Márquez, que han permitido a millones de personas soñar, viajar, imaginar, rehacer mundos, repensarse y reencontrarse en el mundo…  

La palabra hace y deshace mundos, porque se piensa que hay en ella algún tipo de verdad encerrada en el sentido que vehicula. Un poco como si cada una de ellas fuese energizada por la baguette magique de alguna hada y nos permitiera proyectarnos para instalarnos en las realidades paralelas que van creando al paso de su lectura: el mundo de Juan Rulfo o el mundo de Han Kang, el mundo que puedo decir, pensar y describir en alemán, en japonés o en inglés o en etc… Y no se trata de esquizofrenia sino solamente de afirmar y asumir que la realidad como tal no existe per se sino a través de nuestras palabras, de determinadas palabras. Bien sabemos, cuando manejamos varios idiomas, que cada idioma es precisamente un mundo, un determinado libro de un determinado mundo con sus respectivos colores, olores y sabores. No deja de llamar la atención que los gobiernos autoritarios se suelen acompañar de políticas represivas hacia la circulación de los libros, por ende, de las ideas. Quizá por esta misma razón muchos libros terminaron su existencia en auto da fe y las bibliotecas se siguen saqueando y destruyendo, y no solamente en tiempos de guerra. En su momento el escritor y pintor Hermann Hesse sentenció: “Sin palabras, sin escritura y sin libros, no existiría Historia y no podría existir un concepto de humanidad.” 

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