Diane Arbus por siempre
CINE
Agustín Ortiz
Una pareja de ancianos contempla orgullosos a un gigante.
Un enano mexicano.
Un niño exasperado sosteniendo una granada.
Y esas legendarias gemelas que sonríen al mismo tiempo que leemos la curiosidad en su mirar.
Si algo tienen en común éstas y otras imágenes son tanto el retratar a una América freak y no tan oculta, como la mirada detrás de la lente que en cada disparar parecía retratar a la humanidad tanto a la luz como a la que se escondía en las sombras.
Eso que parecería a primera vista secreto, pero que su autora supo estaba íntimamente ligado a aquello que subyace en lo cotidiano, lo común, lo que construye nuestro día a día, dignificándolo e inmortalizándolo al decidir mostrarlo.
Y definía esa dignidad en ellos como la de aquellos que “se han enfrentado a una dura prueba ya desde el momento de nacer. Son aristócratas”.
Y vaya que sabía de qué hablaba.
Porque si algo tenía la fotógrafa Diane Arbus (Nueva York, 1923-1971) era un click semejante a un bang a la hora de capturar lo freak y obscuro que no se mostraba tan fácil en una sociedad norteamericana exigente de una belleza que partía de lo que se consideraba como común. Y transgredir lo normal (o consideramos normal) era algo en lo que Arbus tenía talento.
Fotografiado por Arbus cualquiera es monstruoso, declaró alguna vez Susan Sontag
A lo que se refería no eran tanto a la obra sino al mito, tan obscuro y lleno de leyendas que jamás sepultaban el genio, ese que parecía que en lugar de mostrar ante la luz, mostraba ante la obscuridad, sin perder la ternura y comprensión por lo fotografiado mostrándonoslo con orgullo, uno que la convirtió en genio y figura (ganadora tanto de una beca Guggenheim como de un puesto en la en ese entonces de moda Harper’s Bazaar) hasta su muerte, por su propia mano, en 1971, dejando no sólo dos hijas (que hoy administran con ferocidad su patrimonio) sino también una obra que de forma inmediata la convirtieron en un culto cool: imposible pensar en la obra de cineastas tan esenciales como son los hermanos Quay, Tim Burton, Neil Jordan, Terry Gilliam, por mencionar algunos, que en esos retratos de enanos, seres deformes, travestis, fenómenos y más entendieron otra manera de contar (y mostrar) nuestra realidad.
Pero fue un amigo suyo, colaborador fugaz cuando era un joven fotógrafo, el que quizá la entendió mejor y quien encontró en su obra inspiración para crear una imagen que hoy por hoy es sinónimo de terror, uno grande, ese que produce la inquietud de ver lo familiar transgredido.
Pero tan real.
El nombre de ese amigo era Stanley Kubrick.
¿La película? El Resplandor.
Uno ve esas gemelas al final de un largo pasillo en el Overlook, invitando a un niño a jugar por siempre. Y para siempre.
Y no puede dejar de horrorizarse.
Sin dejar de ver la pantalla.
Kubrick inmortalizando a Arbus por siempre.
Y para siempre.
Que es más de lo que muchos aristócratas pueden jactarse.
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