El impostor del norte: una tragedia mexicana

TEATRO 

Rodolfo Meléndez Sánchez 

 

En los pueblos del norte, donde el polvo lo cubre todo y el silencio huele a pólvora vieja, apareció un hombre con nombre de difunto: César Rubio. Profesor sin trabajo, desengañado de la Revolución que prometió pan y dejó huesos, llegó con los suyos a una casa quieta, con las paredes húmedas de cansancio. Y en esa calma rota por la historia, se tropezó con un espejismo: un profesor gringo que lo confundió con un héroe perdido en los archivos de la guerra. 

César, hombre de letras y hambre, no desmintió la fábula. Dijo que sí, que era él. Que había dejado de luchar porque lo desilusionó la Revolución y sus nuevos tiranos. Y entonces todo se volvió verdad: salió en el periódico de Nueva York, los hombres lo saludaron con respeto y le ofrecieron la candidatura a gobernador. Aceptó. Se puso el traje del muerto y habló como él. La mentira empezó a parecerle una forma de justicia. 

Pero el pasado no olvida ni perdona. El general Navarro, viejo lobo de la selva política, olió la mentira y vino a recordarle a César que el verdadero Rubio había sido asesinado. Por él. Se encontraron como los fantasmas se encuentran en los sueños: sin testigos, entre amenazas. Y ahí, donde la palabra vale más que la bala, César no retrocedió. 

Mientras tanto, en su casa, los suyos discutían el rostro nuevo de su padre: la hija lo defendía como a un mito, el hijo no podía perdonarle la máscara. Y la esposa —como tantas en esta tierra— adivinó el final antes que nadie. Supo que Navarro mandaría matarlo. Mandó a su hijo a detener la muerte. Llegó tarde. 

En la plaza quedó el cadáver de César. Y junto a él, el del asesino. Navarro volvió a la casa para burlarse, para prometer ayuda a los deudos y homenajes vacíos. La gente, primero muda, acabó aplaudiendo como si no supiera distinguir entre verdugo y mártir. Porque en México, como escribió Rodolfo Usigli, todos somos gesticuladores: imitamos la verdad, la sobamos, la usamos de disfraz. 

El gesticulador, escrita en 1938 y estrenada hasta 1947, fue una piedra en el zapato del poder. El gobierno la censuró, la acusó de subversiva. Era la única obra que osó decir que la Revolución se volvió partido, y el partido, pantano. Por eso la persiguieron. Por eso sigue viva. 

Porque en esta tierra, donde los muertos todavía caminan, la mentira se viste de héroe, y la verdad, si acaso, se esconde en el teatro. 

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