Incendios: la memoria como herida abierta
TEATRO
Rodolfo Meléndez Sánchez
En la cartelera teatral contemporánea son escasas las obras que logran trascender el espacio de la representación para convertirse en una reflexión política, histórica y humana. Incendios, del dramaturgo libanés-canadiense Wajdi Mouawad, dirigida en La Abadía por Mario Gas y protagonizada por Nuria Espert, pertenece a esa categoría. Es un montaje que coloca al espectador frente a las consecuencias de la guerra civil, la intolerancia religiosa y la transmisión del dolor entre generaciones.
La estructura de la obra es rigurosa. Mouawad organiza la narración como una investigación familiar. Dos hermanos gemelos, Jeanne y Simon, reciben de su madre muerta dos sobres: uno destinado a su padre, a quien creían muerto, y otro a un hermano desconocido. El encargo los obliga a reconstruir el pasado materno y, con ello, la historia de un país devastado por la violencia. La trama avanza por medio de saltos temporales que alternan entre el presente de los hijos y la vida de Nawal, la madre. Esta técnica, que en otros montajes podría resultar confusa, aquí se desarrolla con claridad gracias a una dirección precisa y una puesta en escena que hace del tiempo un recurso flexible.
Gas resuelve las transiciones con economía. La escenografía es austera: un espacio central en el que se proyectan imágenes y laterales cubiertos de arena donde conviven distintas acciones. No se trata de un teatro que pretenda deslumbrar con artificios, sino de un montaje que concentra toda la atención en el relato y en los intérpretes. La luz y el sonido cumplen un papel fundamental, no para ilustrar sino para sugerir. Una ráfaga sonora basta para evocar un fusilamiento, una sombra basta para insinuar el encierro.
El texto de Mouawad combina lo narrativo con lo poético. Hay un cuidado evidente en el lenguaje, en la repetición de frases que funcionan como leitmotiv, en la manera en que las palabras condensan tanto la ternura como la crueldad. A diferencia de otros dramaturgos contemporáneos que recurren a un lenguaje deliberadamente fragmentado, aquí la escritura busca la claridad. La violencia se presenta con crudeza, pero también con un lirismo que evita el espectáculo morboso.
La interpretación de Nuria Espert es el eje del montaje. Da vida a Nawal en la etapa adulta con una contención que se transforma en intensidad en los momentos clave. Destaca la escena del juicio, donde la actriz transmite la devastación sin necesidad de exageraciones: el cuerpo encorvado, la voz quebrada y una mirada fija en su agresor bastan para construir un momento de gran fuerza. Laia Marull, como Nawal joven, aporta la energía necesaria para mostrar el contraste entre la esperanza inicial y la tragedia posterior. La alternancia entre ambas actrices permite al público seguir el arco completo del personaje sin dificultad.
El resto del elenco contribuye a la solidez del conjunto. Carlota Olcina y Álex García, como los gemelos, sostienen el relato en el presente con una actuación equilibrada entre la incredulidad y el dolor. Ramón Barea, en el papel del notario, ofrece un contrapunto sereno que ayuda a estructurar la narración. Incluso los actores con menor participación se integran sin disonancias, lo que refuerza el carácter coral de la obra.
Un rasgo esencial de Incendios es la decisión de no ubicar la historia en un país específico. Aunque la inspiración proviene del Líbano, el texto nunca menciona nombres concretos. Esa ambigüedad convierte el drama en un alegato universal contra la guerra y la intolerancia. El espectador no recibe datos históricos precisos, sino una experiencia emocional que puede relacionarse con cualquier conflicto contemporáneo. La obra recuerda que la violencia política es siempre también una violencia familiar: atraviesa generaciones y destruye vínculos íntimos.
La duración, cercana a las tres horas, exige concentración. Sin embargo, el ritmo sostenido de la puesta en escena evita el cansancio. Gas maneja con eficacia los momentos de tensión y de respiro, de manera que la atención se mantiene hasta el desenlace. La revelación final, que remite a las tragedias griegas, se presenta sin énfasis innecesarios. Es un golpe seco que condensa todo lo anterior y que obliga al espectador a replantearse la historia en su conjunto.
El valor de este montaje reside en su capacidad de vincular lo individual con lo colectivo. La búsqueda de dos hijos por entender a su madre se convierte en una metáfora sobre la necesidad de reconstruir la memoria de los pueblos marcados por la violencia. La herencia que Nawal lega no es únicamente biológica, sino histórica. En esa herencia radica la pregunta central de la obra: ¿es posible interrumpir la cadena del odio y sustituirla por el perdón?
Incendios demuestra que el teatro, cuando está bien concebido, puede ser un medio privilegiado para interrogar las heridas del presente. No se trata solo de un espectáculo emotivo, sino de un ejercicio de reflexión cívica. El público asiste a la historia de una familia, pero al mismo tiempo reconoce en ella la historia de tantas comunidades destruidas por la guerra. Esa doble dimensión —íntima y universal— explica por qué la obra ha alcanzado tanta resonancia internacional.
Mario Gas ha logrado una puesta en escena sobria y efectiva, apoyada en un elenco comprometido y en una protagonista de excepción. Mouawad, por su parte, confirma que su dramaturgia ocupa un lugar destacado en el teatro contemporáneo por su capacidad de unir poesía y testimonio. Y Espert, en el ocaso de una carrera extraordinaria, vuelve a demostrar por qué sigue siendo una de las grandes actrices de nuestro tiempo.
Al abandonar la sala, la sensación no es de haber presenciado un drama ajeno, sino de haber sido confrontados con una memoria que nos concierne. Incendios no ofrece consuelo, pero sí una conciencia más clara de lo que la violencia deja tras de sí. Esa es, quizá, la mayor virtud del teatro: recordarnos, con palabras y cuerpos presentes, aquello que preferiríamos olvidar.
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