La necesidad de un resurgimiento de la esencia del arte
Existen por ahí ciertas corrientes ideológicas que consideran que el arte debe tener necesariamente una función social, reflejar las condiciones históricas y estar comprometido con la transformación revolucionaria de la sociedad, es decir, ser lo que ellos llaman «un arte comprometido». Pero tal visión del arte es un error, un completo error, porque tal forma de arte es un arte limitado y politizado, cuando el arte en verdad debe ser libre y reflejar el mundo interior (diríase el alma) del artista. Un arte comprometido con una determinada ideología o visión social, es más cercano a la propaganda que al arte en sí mismo.
Ahora bien, hablar de que el arte debe ser libre, tampoco es caer en el relativismo de decir que cualquier cosa pueda ser arte, sin tener en cuenta tanto la técnica como el contenido (como un montón de basura tirada en el suelo en medio de un salón, llamando a eso «una instalación»), según afirman en la actualidad ciertas corrientes de pensamiento «vanguardistas» y «subjetivistas».
Si nos atenemos a la concepción clásica del arte y de lo que el arte debe ser, tenemos que la finalidad del arte debe ser estética, es decir, su fin último es la belleza.
El arte, para ser arte, debe buscar producir en quien lo contempla un sentimiento o emoción de admiración, de abandono de sí mismo y de la realidad que le rodea para sumergirse en la obra, y llegar a aquello que la teoría estética llama «una experiencia estética».
Recordemos que para los antiguos griegos, la búsqueda de la belleza ideal era en sí misma el fin más elevado que persigue el arte, y que para los filósofos de esa excelsa civilización, Bien, Belleza y Verdad son tres instancias inseparables que constituyen en su núcleo esencial una unidad indivisible.
De allí que el arte no necesita, ni debe, ser social, pues allí donde hay belleza, hay por necesidad bien y verdad.
Por eso en las sociedades en las que se aprecia la belleza y el arte por el arte, florecen la cultura, la sensibilidad y la razón, y por tanto en ellas hay mejores condiciones de bienestar.
Muy por el contrario sucede en las sociedades en donde al arte se le pretende una dimensión social, política y nacionalista. Sociedades en las que el arte ha pasado a convertirse en mero muralismo propagandístico, y en donde buena parte del discurso promueve la destrucción de monumentos o el daño a pinturas con la finalidad de «tener un impacto mediático para concientizar».
Ésa es la sociedad que ha creado el hombre posmoderno, en la que éste último ha perdido esa sensibilidad que lo lleva a emocionarse y a sentirse sobrecogido ante lo sublime de los trazos de un cuadro de Velázquez, de Rembrandt o de Goya, o ante los hipnóticos juegos de luces del rosetón de una catedral gótica, o ante la delicada silueta de una escultura griega de Venus, o ante las notas de una sinfonía de Beethoven, sin darse cuenta de que es esa sensibilidad la que precisamente nos humaniza, y al humanizarnos, nos vuelve buenos, empáticos, compasivos y justos con nuestros semejantes.
Pero tristemente todo ello ha sido sustituido por grafitis ostentando consignas ideológicas, por canciones de protesta llenas de carga política y por lo general propagandísticas de una doctrina social, y de monumentos derribados que no nos hablan sino de ruina y decadencia de la civilización que tantos siglos nos llevó construir. Esto es, se le ha dado al arte una dimensión meramente ideológica y utilitaria, y al mismo tiempo se le ha negado toda dimensión trascendental, es decir, su esencia y espíritu.
De allí la urgente necesidad de un resurgir de la genuina esencia del arte, en la que su finalidad última por encima de todo sea la belleza, y nada más que la belleza.
Porque si en una sociedad, por más justa que sea socialmente hablando, no existe la belleza, no vale la pena vivir en ella.
Miguel Campos Quiroz
camposquirozmiguel@gmail.com
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