La imprenta y Nuestra señora de París
Miguel Campos Ramos
“El libro va a matar al edificio”, exclama Claudio Frollo, archidiácono de la catedral de Notre-Dame de París, personaje terrible, trágico y patético que es en buena medida el centro de la que quizá sea la novela más célebre de Víctor Hugo, Nuestra señora de París, erróneamente conocida como “El jorobado de Nuestra Señora de París”.
Y el propio Frollo agrega: “La imprenta es el mayor acontecimiento de la humanidad. Es la revolución madre.”
No le faltaba razón. Hasta antes de la década de 1440, cuando se considera que Gutenberg inventó la impresión a base de tipos móviles (lo que después sería la imprenta), la expresión y el conocimiento se divulgaban de manera limitada, ya fuera oralmente, o gracias a los esfuerzos de monjes copistas que en los conventos de la Edad Media se daban a la tarea de hacer algunas reproducciones de ciertos libros, todo a mano (de ahí su nombre de “amanuenses”), ejemplares que iban destinados a los propios conventos, o a nobles que podían pagarlos.
Por eso se ha planteado que las personas (incluso del pueblo pobre, por medio de hábiles artesanos) usaron las grandes construcciones para expresarse y plasmar sus emociones, de ahí el florecimiento de las grandes obras arquitectónicas hasta entonces.
Pero con la llegada de la imprenta, que permitió la divulgación masiva del conocimiento y de las emociones, el pueblo pudo expresarse y ya no ser presa de control, manipulación y engaños tanto del poder político como del eclesiástico.
A ello justamente aludía, no sin alarma, el archidiácono de Notre-Dame Claudio Frollo, pronosticando el fin de la Edad Media.
Víctor Hugo, escritor francés nacido en 1802 y muerto en 1885, escribió la que se puede considerar su obra más emblemática y popular, cuando sólo tenía 29 años, pues esta se publicó en 1831. Por eso en gran medida está llena de un impulso juvenil que lo mismo le permitió abordar los temas políticos, que religiosos, históricos, y por supuesto amorosos.
Y qué mejor tema amorosos que la presencia de una gitana adolescente que con su belleza, su inocencia, su canto y su baile, es capaz de cautivar hasta obsesionarlo, a un hombre austero y agrio como el archidiácono Frollo, quien, impedido por su investidura sacerdotal, se ve reprimido para alcanzar el amor de la chica.
Por supuesto, el personaje más famoso de esta novela, Cuasimodo, un jorobado deforme que fue dejado siendo un pequeño niño a las puertas de la catedral, y al cual el archidiácono acoge y convierte en una especie de hijo adoptivo, también acaba enamorado de Esmeralda.
Y no podía falta el tercero en discordia: el capitán Febo, quien, aunque se siente atraído por Esmeralda, no deja de ser un joven mundano que sólo la desea, sin amarla verdaderamente, amén de estar comprometido con otra mujer. Lamentablemente, la pobre Esmeralda sí que se enamora de él.
He aquí los dos ingredientes perfectos para que Nuestra señora de Paris se convirtiera en una obra popular que daría fama mundial al joven Víctor Hugo, quien tres décadas después escribiría su obra maestra, Los miserables, comparable en extensión y grandeza a Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, o a Guerra y paz, de Tolstoi, y la cual le valió pasar a la inmortalidad, al grado de que a sus honras fúnebres acudieron dos millones de personas.
Recomiendo esta novela, Nuestra señora de París, por ser tan bellamente trágica (el final es terrible y hermoso a la vez, pero me lo reservo para que el lector lo descubra y lo disfrute). La recomiendo también por su valor histórico y por el hincapié que hace en la ya mencionada imprenta, invento que podría compararse con el gran invento de nuestra época, la Internet, con todas sus consecuencias, tema precisamente de este número de Sibarita La Revista.
@miguelcamposr15j
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