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De Siqueiros y Welles: hijos de la revolución

CINE 

Agustín Ortiz 

 

 

Podría no parecerlo a simple vista, pero si hay dos artes que se conjugan más que complementarse, son, sin duda, el cine y el muralismo; dos medios que fuera de la forma no dejan de ser, como cualquier arte, de expresión donde el montaje es esencial para su narrativa y donde la mirada se convierte en cómplice del asombro que en muchas ocasiones producen. 

“Ningún pintor desde Miguel Ángel se ha movido tan valientemente en la dimensión arquitectónica, que es el más aventurado e independiente trabajo en el mundo del arte, sus figuras brincan hacia afuera del muro”. 

Quien dijo esa frase era un cineasta que a sus 28 años había pasado de representar la revolución en el séptimo arte, a ser un paria que batallaba por encontrar el financiamiento para llevar a ese lienzo que es la gran pantalla y los 8 mm, su visión y narrativa, al haber hecho rabiar a más de uno, al satirizar en su debut a William Randolph Hearst, magnate de los medios de comunicación, cuyo nombre ha quedado en el olvido, mas no así la obra que inspiró, una que habitualmente encabeza la lista de las mejores películas de la historia y cuya influencia perdura hasta nuestros días. 

El cineasta era Orson Welles. 

La película, Ciudadano Kane. 

Y la frase era sobre un pintor en el que había encontrado un cómplice que conjugaba con él a través del muralismo. 

Y cuya mente revolucionaria, como la de él, sería semilla que sigue germinando. 

Pintor, diplomático, activista y militar. Tantos mundos en un solo nombre. 

Tanta historia y tantas historias. 

David Alfaro Siqueiros. 

Welles, cuando visitó México en 1944, era un hombre derrotado (el boicot de Hearst y posterior fracaso de su segunda obra, El cuarto mandamiento, lo habían convertido en un has been antes de la treintena) que había descubierto el asombro al conocer Cuauhtémoc contra el mito, obra realizada por un Siqueiros que regresaba a México después de un exilio ocasionado por el atentado contra León Trostki, después de una carrera donde incomodar al poder, denunciar y alterar el statu quo de normalización a la represión, eran las consignas con las cuales el pintor decidía mostrarnos su mirada e ideas con el muralismo como lenguaje. 

Ya fuera en murales como el Entierro del obrero sacrificado (1923), Eco de un grito (1937) o El Sollozo (1939), para Siqueiros genialidad y compromiso iban unidos desde el origen. Nacido en 1896 en Chihuahua, fue a los 14 años cuando, a través de un grito en contra de Porfirio Díaz en un acto público, su radicalidad política, siempre a favor de los oprimidos y en contra de la Autoridad, se manifestó por primera vez, convirtiéndose en un leit motiv tanto de vida como de obra: el usar su arte no sólo como un mero desarrollo de su persona o algo bonito que cuadrara con la narrativa que el gobierno en turno impusiera a la sociedad. Lo de Siqueiros era siempre ser libre y desde esa libertad y sus murales encender una llama en aquel que los contemplara, una que le hacía ver la historia con todos sus claroscuros y encender desde la mirada la consciencia. 

Habían encarcelamientos, habían exilios, habían ataques, pero Siqueiros no flaqueó.  

Siempre siguió, siempre continuó. 

Y si bien el hombre falleció, su arte permanece hasta la posteridad, la única a la medida de Siqueiros. 

Y justo uno de esos ojos, dio la casualidad, fue el de un cineasta rebelde al cual el cine, como lo conocía, le quedó chico, y al que, aun cuando los mandamases de Hollywood le habían arruinado su carrera como director de primea fila, no le habían extinguido su genio y su rabia. 

Porque si bien no hubo otro momento de tanto éxito como Ciudadano Kane, sí hubo glorias como La Dama de Shanghai (1947), Campanadas a Medianoche (1965) y especialmente Sed de mal (1958), esta última con ese plano secuencia inicial de más de 10 minutos, más cercano al muralismo que al cine, donde seguía mostrando esa maestría que nunca lo abandonó. 

Ambos artistas se rebelaron contra los cánones de su época y desafiaron los convencionalismos del cine y la pintura, respectivamente. Por un lado, Welles nunca dejó de demostrar las posibilidades de un lenguaje que, en sus manos, dejó de ser entendido como un mero entretenimiento, para ponerse al tú por tú con el arte. Y por el otro lado, a través de su obra pictórica, Siqueiros contribuyó a la consolidación de los ideales sociales emanados de la Revolución Mexicana, y combatió los prejuicios raciales, construidos desde la colonia, contra los indígenas.  

Ambos artistas pagaron un alto precio por su genio; y la correcta medida para dimensionar su enorme contribución, solamente pudo ser la posteridad, como lo demuestra no sólo el amplio reconocimiento del que gozan en la actualidad, sino la influencia en los cineastas, pintores y artistas que los sucedieron y los siguen sucediendo.  

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