La Astilla

CUENTO

Miguel Campos Ramos 

 

 

Casi ya no puedo respirar… me falta el aliento… 

Qué cosas pasan. Todavía en la mañana me levanté como si nada. Arranqué mi Thorton azul, mi orgullo, con mucho ánimo. Los muchachos llegaron a tiempo. Teníamos que ir cuanto antes a cargar la zanahoria para aprovechar la plaza. Pagué mucho dinero por las cuatro hectáreas, y si no nos apurábamos a sacarla, el precio podría venirse abajo en un santiamén, como a veces pasa con las legumbres, y ni modo de perder tanto dinero. De apurarnos, a lo mejor hasta doble viaje echábamos. 

Llegamos al campo cuando apenas allá por el volcán empezó a verse el inicio del alba, y para las siete de la mañana ya casi acabábamos de cargar. Me acuerdo de que cada vez que pisaba el acelerador para avanzar a otra montonera, hasta costaba trabajo, igual que mover el volante, porque con tanto peso las llantas se asentaban. “Pero qué caray”, me dije. “Entre más carga llevemos, mejor. Será un buen negocio. Además, mi Thorton puede con el paquete, no como el Dina de Antonio Rabal.” 

Cuando por fin todo quedó listo, les grité a los muchachos que se apresuraran a hacer la otra camionada mientras la mañana aún estaba fresca, para que no se marchitaran las zanahorias. 

Pero entonces fue cuando… Ahhh, siento que me ahogo… 

Caray, ahora otros del pueblo se comprarán camiones nuevos, Thortons o Dinas, qué más da… 

Bueno, pero ya ni recordar. 

Aggghhh… ¡Abran, por Dios! 

Todo por la maldita astilla que se me clavó en el dedo. Aunque estoy seguro de que la astilla no fue de la carrocería de mi Thorton. Qué va, su carrocería todavía luce nuevecita. Ha de haber sido de algún desgraciado costal. ¡Carajo, todo por un costal! 

Curiosamente, mientras estábamos trabajando, la astilla no me dio molestias. Sino que empezó a fastidiare ya casi cuando íbamos terminando de cargar. Aunque, a decir verdad, ni era tanta la molestia. Más me hubiera valido aguantarme, total, con el tiempo las astillas se pudren entre la carne y desaparecen. No que, a ver… 

Fui hasta el lindero a buscar una buena púa de maguey, una de esas bien puntiagudas. Claro que no era la única que había, pero tuve que haber cortado precisamente ésa. No, si cuando la de malas viene, ni quien la pare. 

Ahora que recuerdo, la púa crujió con un ruido sordo, como si fuera muy vieja, o estuviera carcomida por dentro. A lo mejor era el aviso. Aunque quién va a pensar cosas malas en momentos en que está a punto de ganar tanta lana. 

Empecé a picarme la piel hasta sacarme la astilla. Pero, canija, debía de estar muy enterrada porque me piqué y me piqué (hasta sangre empezó a salirme) y no hallé nada de nada. Seguro me piqué alguna vena, o algo importante, porque, si no, cómo se explica que tan rápido se me hinchara el dedo, de tanta hinchazón se me pusiera como guante de box y pronto se me pusiera así toda la mano, y después todo el cuerpo, que no tardó en paralizárseme. Entonces quise gritar, pero ya era tarde: la voz ni siquiera me salió. 

Lo último que recuerdo es que mi cuerpo se derrumbó, y al dar mi cara en el suelo, alcancé a ver tirado, antes de perder la visión, aquel monstruoso bicho muerto. Lo supe entonces. Alguien lo había clavado en esa púa, como es costumbre por acá en el campo… 

Ahora me llevan en este ataúd, sin saber que aún estoy vivo, muy vivo.  

¡Dios mío, abran! 

¡Abran, por Dios!… 

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