La soltería florecida de Doña Rosita
HELICÓN TEATRO
Rodolfo Meléndez Sánchez
En una Granada que huele a azahar y a cartas sin sello, Federico García Lorca sembró, con la pluma trémula y el corazón encendido, una de sus flores más amargas: Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores. No hay en este drama una gota de sangre como en Bodas de sangre, ni el grito estéril de una mujer que no puede ser madre, como en Yerma, pero sí hay un incendio mudo, contenido y perpetuo. Y eso, a veces, duele más.
Rosita no es una mujer. Es un reloj sin cuerda. Un clavel detenido en la mitad de su floración. Su tragedia no ocurre en un instante, sino que se dilata, como las horas muertas de una tarde provinciana. Su primo —prometido que partió hacia Argentina con la promesa de un regreso y un anillo— jamás volvió. Y sin embargo, las cartas, falsamente amorosas, siguieron llegando, como si las escribiera el fantasma de una esperanza ya difunta. Rosita las recibe como quien recibe agua en el desierto, y las guarda con la delicadeza de quien atesora lo irrecuperable.
Lorca, poeta de la pena que no grita, construye esta obra como se construyen los mausoleos: con mármol, con flores marchitas, con un silencio que abruma. Los tres actos del drama no son más que estaciones del tiempo: juventud, madurez, desconsuelo. Y en cada una, Rosita va perdiendo algo más que la edad: pierde el derecho a la verdad, la capacidad de romper la burbuja y la ilusión de que aún hay algo por florecer.
La voz más viva es la del ama, una mujer sin metáforas, sin adornos, que intenta una y otra vez sacudir a Rosita del letargo. “¡A pisar firme, señora! ¡Salga el sol por las esquinas!”, le grita, como si la verdad pudiera entrar por la ventana si tan sólo alguien la dejara abierta.
Pero Rosita prefiere el invernadero. Ese lugar donde el tiempo se suspende, donde los claveles no mueren del todo y donde se puede seguir esperando sin que duela tanto. Lorca lo sabía: “la vida mansa por fuera y requemada por dentro”, decía. Y eso es esta obra: un incendio que se esconde detrás de los visillos, una rabia que no grita porque tiene la boca llena de veneno.
¿Y qué nos dice todo esto ahora, cuando ya no se mandan cartas, pero sí mensajes que nunca llegan? Que las Rositas siguen vivas. En cada persona que se aferra a un amor que no existe, en cada alma que no quiere ver porque la verdad es un cuchillo. Esta obra no envejece porque el amor, ese niño ciego llamado Cupido, sigue disparando flechas con los ojos vendados.
Federico no escribió sólo sobre su prima Clotilde, ni sobre una ciudad antigua, ni sobre una doncella granadina. Escribió sobre todos los que no pueden gritar, sobre los que esperan con una esperanza muerta y, sin embargo, se levantan cada mañana con la ilusión intacta.
Porque en el fondo, todos, alguna vez, hemos sido Rosita.
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