SENA 

Laurence Le Bouhellec 

 

 

No hay, probablemente, un siglo que haya redibujado de manera tan brutal la cartografía del quehacer artístico, más que el pasado, con, por ejemplo, la inclusión de cualquier tipo de materiales y técnicas hasta las travesías duchampianas, la potencialización de nuevos géneros de producción de imágenes con el desarrollo del net art y la video instalación o el surgimiento del performance. A todos estos replanteamientos afectando directamente las características de la imagen estática o en movimiento, cabe agregar los préstamos voluntarios realizados en los archivos de una historia del arte que, apenas escrita, se vuelve a escribir una y otra vez: es Pablo Picasso ajustando cuentas con Las Meninas de Diego Velázquez, o Francis Bacon apropiándose del famoso Retrato del Papa Inocencio X, del mismo Velázquez.  

Hasta el inicio de la segunda mitad del siglo XX, aquellas relecturas solían afectar de manera preferente las obras pictóricas paradigmáticas del arte considerado culto. Sin embargo, desde Nueva York, un puño de jóvenes dio un giro inesperado al proceso, al ceder el papel protagónico de sus imágenes a la iconografía de la cultura comercial local: latas de sopa, cajas de jabón, frascos de salsa cátsup, botellas de coca cola o hot dogs irrumpieron de repente en la gráfica y los lienzos. Y así como Marcel Duchamp, a principios del siglo XX, había sugerido que un urinario, una rueda de bicicleta o un porta-botellas bien podían llegar a ser considerados obras de arte, Roy Lichtenstein, en los sesenta, se dedicó a desdibujar las históricas fronteras entre arte legítimo y arte popular, al apropiarse del trabajo de los ilustradores de cómics. 

Después de seleccionar la ilustración que más le había llamado la atención, Lichtenstein la copiaba a mano, modificando su composición, borrando eventualmente determinados detalles considerados superfluos y ajustando la escala de los componentes iconográficos seleccionados, acorde con el tamaño de la imagen final que deseaba obtener, a menudo de gran formato. Este meticuloso proceso incluía también una reducción de la paleta de colores a primarios saturados y la inclusión de patrones de puntos Ben-Day, llamados así en honor a su inventor, el ilustrador e impresor norteamericano Benjamin Henry Day, Jr. Aquel último procedimiento, en resonancia directa con la industrialización y masificación de la cultura popular, fue su sello personal. Los pintaba a mano ayudándose con una plantilla y un pincel pequeño. 

Si bien Roy Lichtenstein se convirtió pronto en el segundo pintor del pop art más famoso del mundo después de Andy Warhol, numerosos son hasta la fecha sus detractores. Muchos críticos lo consideran un simple plagiario. Por otra parte, y aun cuando se llega a argumentar que él logró que se prestara una mayor atención a un tipo de producción simbólicamente muy apartada del ámbito del arte culto, el simple hecho de que sus imágenes se pudiesen cotizar en millones de dólares al gozar del privilegio de obra artística, y que las originales sigan sin posibilidad de valor agregado, no ha hecho más que ampliar la brecha. En 1964, invitado a una reunión de la Sociedad Nacional de Caricaturistas, para su defensa, solamente comento que era “un tipo que se gana la vida”.