TEATRO 

Rodolfo Meléndez Sánchez 

 

 

Hay musicales que fracasan por exceso de ambición y otros que lo hacen por timidez. Superhero, la obra de John Logan y Tom Kitt que llegó a Off-Broadway en 2019, pertenece claramente a la segunda categoría. No es un desastre escénico, ni una ocurrencia cínica montada al vapor. Es, más bien, un espectáculo bienintencionado, pulcro, emocionalmente correcto y profundamente contenido. Y quizá ahí radica su mayor problema. 

El punto de partida parece irresistible: un adolescente de 15 años, Simon, retraído, inteligente y obsesionado con los cómics, descubre que su vecino del departamento 4-B tiene superpoderes. En cualquier otro relato, eso detonaría una aventura, un viaje, una épica. Aquí no. Aquí ese hallazgo funciona apenas como un catalizador íntimo, casi doméstico, para hablar de duelo, pérdida y decepción. Simon perdió a su padre en un accidente automovilístico dos años antes. Su madre, Charlotte, intenta reconstruirse mientras cría sola a un hijo que no quiere hablar, no quiere sentir y, sobre todo, no quiere recordar. 

Desde ese lugar, Logan deja claro que Superhero no quiere ser lo que su título promete. El vecino misterioso, Jim, interpretado con sensibilidad por Bryce Pinkham, no es el protagonista, ni siquiera el centro emocional del relato. Es un recurso narrativo. Un espejo. Un pretexto. Un hombre solitario, con poderes extraordinarios, que vive frustrado porque no puede salvar a todos. Un héroe cansado, casi aburrido de serlo, que escucha voces pidiendo ayuda y corre a atenderlas, aun cuando eso le impide tener una vida propia. 

La verdadera historia es otra: la de una madre y un hijo incapaces de procesar el dolor compartido. Kate Baldwin, en el papel de Charlotte, carga con el musical entero sobre los hombros. Su interpretación es honesta, dolorosa, profundamente humana. Cuando canta sobre hacer “lavandería para dos” o se pregunta qué le está pasando a su hijo, el teatro se aquieta. Ahí sí hay verdad. Ahí sí hay carne. Baldwin convierte a un personaje bastante convencional en alguien reconocible, cercano, vulnerable. 

Tom Kitt, por su parte, hace lo que mejor sabe hacer: escribir música que acompaña estados emocionales con delicadeza quirúrgica. El problema es que casi toda la partitura vive en el mismo registro. Baladas suaves, introspectivas, melancólicas. Canciones que dicen “así me siento ahora mismo”, una tras otra, sin grandes contrastes ni rupturas. No hay números que despeguen, no hay momentos de desborde ni de riesgo musical. Todo es correcto. Todo es bonito. Todo es olvidable. 

Visualmente, Superhero tiene destellos que recuerdan lo que pudo haber sido. El diseño escenográfico de Beowulf Boritt, con marcos que simulan viñetas de cómic, y las proyecciones de Tal Yarden, que animan los dibujos de Simon, aportan dinamismo y cierta magia. Por momentos, el escenario se convierte en una historieta viva: héroes dibujados, villanos imposibles, mundos imaginados. Pero esos momentos son breves, casi tímidos. Aparecen y desaparecen antes de consolidarse como un lenguaje propio. 

El gran dilema del musical es conceptual. Quiere decirnos que la vida está llena de decepciones y que nadie vendrá a rescatarnos. Que incluso los superhéroes fallan. Que crecer implica aceptar que el dolor no se arregla con capas ni poderes. El mensaje es válido. Incluso necesario. El problema es que se repite tantas veces, y de forma tan directa, que termina diluyéndose. No hay ambigüedad, no hay misterio. Todo está explicado, subrayado, cantado. 

Hay un número particularmente revelador, “I’ll save the girl”, donde Simon imagina rescatar a Vee, la chica que le gusta, de su exnovio agresivo. Fantasea con ser valiente, con intervenir, con convertirse en héroe. Pero al final no hace nada. Y descubre que ella puede defenderse sola. Es una escena honesta, incluso inteligente. Pero también resume el espíritu del espectáculo: la épica prometida se desvanece y queda sólo la reflexión, correcta pero modesta. 

John Logan es un dramaturgo y guionista con credenciales de sobra. RedGladiatorThe aviator. Tom Kitt ganó el Tony con Next to normal. Nada en Superhero sugiere incompetencia. Lo que sí sugiere es una excesiva prudencia. Un miedo constante a incomodar, a exagerar, a jugar. El musical toma tan en serio su mensaje que se olvida de divertirse, de sorprender, de volar un poco. 

Paradójicamente, el personaje más interesante —Jim, el extraterrestre con poderes— es el menos desarrollado. Su historia de origen es mínima, casi anecdótica. No hay verdadero asombro alrededor de lo que es o de lo que puede hacer. Es un MacGuffin emocional, no un personaje pleno. Está ahí para que los humanos sanen. Y cuando cumple su función, se desvanece. 

Superhero no es una mala obra. Tampoco es una gran obra. Es un musical pequeño, sensible, bien actuado, que se queda corto frente a sus propias posibilidades. En un paisaje teatral saturado de revivals, franquicias y fórmulas recicladas, se agradece la apuesta por algo original. Pero la originalidad, por sí sola, no basta. También hay que arriesgar. 

Al final, uno sale del teatro con una sensación curiosa: respeto por el esfuerzo, cariño por los actores, y la impresión persistente de que algo faltó. Como si el musical hubiera tenido poderes… pero hubiera decidido no usarlos.