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Blanca Navidad

(un cuento de Miguel Campos Ramos) 

“Vamos, pastores vamos, 

vamos a Belén…” 

 

Alegres, los cánticos navideños vibraban por los altavoces, invitando a gozar de la Navidad. 

Entretanto, oleadas de compradores entraban y salían con dificultad por la ancha puerta de aquella plaza comercial, ansiosos, como si el fin del mundo hubiera sido anunciado y en consecuencia hubiera que saquearlo todo, sin pérdida de tiempo. 

En el tumulto, no faltaba quien se rozara con otro o, de plano, chocara y diera lugar a momentáneos escarceos de violencia. 

En el estacionamiento los cajones estaban ocupados en su totalidad, mientras una fila de vehículos esperaba entre silbatazos y rugidos de motores. 

“Navidad, Navidad,  

blanca Navidad” 

 

-Se oía en los altavoces, con cálidas vocecitas infantiles. 

De repente, el objeto de la discordia fue un cajón que se desocupó. 

Y es que al unísono dos urgidos conductores quisieron ubicar ahí sus unidades. Faltaron milímetros para que chocaran. Apenas si las gomas protectoras de sus defensas lograron amortiguar un golpe que, por demás, habría sido leve, aunque ello no fue tomado en cuenta por los airados conductores, quienes ya se habían bajado de sus vehículos y estaban empezando a agredirse, con amenazas, juramentos y recordatorios familiares. 

Tras las leperadas dieron paso a una ríspida discusión en la cual cada uno intentó convencer al otro de su derecho a ocupar el cajón. Del “Yo lo vi primero” pasando por el “Yo arranqué antes” hasta el “Pues a ver si eres capaz de quitarme”, llegaron a los golpes. 

Dentro de sus respectivos autos sus esposas se apresuraron a bajar para intentar, primero, persuadirlos de que cesaran en esa actitud, pero luego también ellas se enfrascaron en otra gresca en la cual se lanzaron ofensas referentes a sus correspondientes aspectos. Al son de “Vieja fodonga” a “Voy a partirte la jeta” las mujeres se acercaron peligrosamente y quedaron cara a cara, mientras desde sus carros sus hijos miraban la escena con expresión azorada, como si estuvieran viendo uno de tantos programas televisivos. 

Villancicos, silbatazos de otros que querían avanzar, así como el inicio de un corro de curiosos, era el escenario de la navideña acción. 

Los maridos ya se habían dado los primeros golpes y trastabillaban a punto de rodar por el suelo. Acezantes, se jaloneaban y se increpaban. 

Para entonces, también, alguien surgido de entre los curiosos, un hombre alto, de mediana edad, de aspecto bondadoso pero férreo, salió a escena y con un “Señores, señores” enérgico llamó la atención de los rijosos haciéndolos detenerse y separarse 

—Caray, señores, señoras —se dirigió a las esposas, quienes por cierto ahora parecían haber recuperado la cordura—, ¿qué pasa? Estamos en Navidad. Tiempo de amor, de paz, de cordialidad. Cálmense. No se ofusquen. 

Entre los curiosos empezó a haber cuchicheos: 

“Es un sacerdote, yo lo conozco.”  

“Pues no le veo pinta de cura, pero qué bien que haya gente como él.” 

Ahora los bronqueros, aunque todavía acezando, estaban agachados. También sus compañeras, mientras los hijos observaban impávidos. Los curiosos los rodeaban. 

—Vamos, vamos, señores —decía ahora el hombre alto, en tono de invocación e imprimiendo alegría a su voz—, a hacer las paces, que es tiempo de afecto y de humanismo. Vamos, sin timidez. 

Los dos hombres se miraron, primero de soslayo, con recelo, luego, motivados por las palabras animosas del interventor, con confianza. Pero no se dieron las manos hasta que el hombre aquel se las juntó y a su vez unió las suyas en un saludo efusivo. 

—Pídanse perdón —los instó, afable, aunque con firmeza, y ellos lo hicieron.  

Hubo una pequeña ovación de los curiosos que despertó leves sonrisas en los involucrados en la gresca. Entonces también las dos mujeres se dieron un abrazo. 

La gente empezó a dispersarse. 

Los dos excontrincantes ahora querían cederse el lugar, y uno al otro se dijo que “Mejor tú”, “No, tú”, “No, hombre, fórmate tú…” 

Finalmente, uno de los dos accedió, y el otro aguardó a que se desocupara un nuevo cajón. 

La fila de autos volvió a avanzar. 

Sin embargo, al hombre que entró a poner paz ya nadie lo echó de menos. 

Tampoco él estaba ya por ahí. Había desaparecido tan misteriosamente como llegó.  

O al menos eso pensaron algunos. Porque otros dedujeron que, discreto, se había mezclado entre el gentío.   

 

Miguel Campos Ramos

Twitter: @miguelcamposr13

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