FOTOGRAFÍA
Jacqueline Roldán
Recuerdo de niña escuchar el nombre de Chiconcuac como si fuera una promesa de colores, cobijas y bullicio. “Allí venden las mejores prendas abrigadoras”, decían mis padres, y tenían razón: el mercado era un espectáculo de texturas y voces, un corazón que latía entre hilos y telares.
Desde el siglo XVI, este lugar estuvo ligado al tejido. El virrey Antonio de Mendoza promovió los obrajes donde se elaboraban paños, y el fraile Pedro de Gante, según el INAFED (Instituto Nacional para el Federalismo y el Desarrollo Municipal), supo reconocer la destreza de los tejedores de petates para enseñarles a trabajar la lana en telares de pedal. De ahí nació una tradición textil que, por siglos, dio sustento y orgullo a sus habitantes.
Hoy, ese Chiconcuac casi ha desaparecido. La llegada masiva de comerciantes coreanos transformó drásticamente el mercado local; los antiguos puestos familiares se fueron perdiendo y con ellos, buena parte de la identidad del pueblo. Los pocos pobladores nativos que quedan apenas resisten entre la modernidad y la nostalgia.
El municipio se formó oficialmente el 17 de octubre de 1868, y adoptó el apellido Juárez en honor al expresidente.
Ahora, llevo a mis hijas a conocer el centro histórico de Chiconcoac que se encuentra la Parroquia de San Miguel Arcángel y aún guardo la imagen viva de mis padres diciendo: ¡Nos vemos en el centro! No hacía falta más. El centro era el punto de encuentro, el alma del pueblo, donde todo comenzaba y terminaba.
