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De medicina, cine y milagros

Si existe un cineasta ecléctico en estos tiempos (con respeto al Gran y cada vez más irregular Ridley Scott) es sin duda George Miller. Cuesta creer que de una sola mente haya derivado una filmografía tan variada que bien puede incluir lo apocalíptico (La tetralogía Mad Max), lo tierno (Happy feet, cinta con la cual se alzó con el premio de la Academia a mejor cinta animada), la comedia negra (Las brujas de Eastwick) y la más preciosista fantasía (Érase una vez un genio), pero siempre conservando una particularidad que las hace trascender el género al cual generalmente etiquetamos cintas buscando una simplificación de gustos.

Después de haber quemado varios puentes con Las brujas de Eastwick, Miller se encontraba en un punto extraño: por un lado había conseguido su primer éxito en taquilla, pero por el otro el engranaje de Hollywood lo había cansado tanto que, para su siguiente proyecto, no sólo se tomó un descanso sino que también tuvo que volver a sus raíces para poder encontrarse a sí mismo.

Porque antes de ser el Director del cual hoy hablamos, Miller era un médico residente en el hospital St. Vincent de Sydney, Australia, uno que en 1971 había abandonado dicha carrera al lanzarse de lleno al mundo del séptimo arte con el cortometraje Violence in Cinema, part 1, que acabó confirmando el amor por el cine que había despertado Pinocho de Walt Disney.

Pero no por ello abandonó lo que había aprendido. Y vivido.

La inspiración justamente llegó de esa parte de su vida que el creía olvidada, una que no sólo partía de la realidad sino que también era una historia de amor.

De un padre a su hijo.

Cuándo Lorenzo Odone tenía 5 años, su vida cambió. Para mal: caídas constantes, pérdida de oído, cambios bruscos de temperamento eran algunos de los males que llenaban sus días. Sus padres, preocupados, decidieron llevar a su hijo al médico confirmando el peor miedo de cualquier padre: la enfermedad como sentencia de muerte.

En los 80, década en la que transcurre esta historia, la enfermedad Adrenoleucodistrofía era una enfermedad conocida por el daño que hacía (parálisis y pérdida de las facultades de forma gradual afectando principalmente a niños, llevándolos a una muerte temprana una vez iniciada)… y nada más; no había cura o tratamiento conocido al momento en el cual los padres de Lorenzo, Augusto y Micaela, oyeron el diagnóstico que condenaba a su único hijo.

La pesadilla de cualquier padre se había hecho realidad.

Pero si la ciencia y medicina habían fallado a su hijo, él no lo iba a hacer; durante meses se dedicó a leer, estudiar y anotar todo lo referente a la enfermedad y lo que la rodeaba en pos de una cura que toda una comunidad científica le había dicho era imposible porque cómo él iba a triunfar cuando toda una comunidad había fracasado.

Fue entonces cuando el amor y la inteligencia triunfaron: había cura.

La cinta Un milagro para Lorenzo, estrenada en 1992 y protagonizada por Nick Nolte y Susan Sarandon, se alejaba de los clichés que habitualmente envuelven este tipo de cintas, para narrar lo que justo acabo de describir en clave de un thriller donde la carrera contra el tiempo es una en que las consecuencias de perderla son devastadoras. A lo largo de su metraje, vemos el dolor y la frustración de dos padres que no comprenden cómo su anteriormente vivaz hijo pueda estar pasando esto, pero también cómo la fuerza e inteligencia se abren paso a través de ello logrando lo imposible, algo que durante décadas se antojaba inalcanzable.

Miller retoma precisamente su experiencia médica, pero no sólo como alguien que lo estudió sino que lo vivió, apoyando la cinta (con un guión nominado al Óscar) en el léxico médico, sin perder de vista la devastación emocional en la que viven sus protagonistas. Drama, historia de detectives y crítica a una comunidad médica que pecó de soberbia, Un milagro para Lorenzo es quizá, junto a Mad Max, la obra maestra de un realizador que siempre entendió que si creemos en el Cine y en nosotros mismos también podemos creer en los milagros.

Lorenzo, si bien no recuperó sus habilidades motrices, pudo llegar a los 30 años, respondiendo con pestañeos “sí” o “no” cuando se le preguntaba y pudiendo, dentro de sus limitantes, ser.

Todo por el estudio de su padre.

Todo por la fuerza de un padre.

Todo por el amor de un padre.

Pasa en el cine, pasa en la vida real

 

 

Agustín Ortiz

joseagustinortiz86@gmail.com

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