Del arte a la simplificación funcional, o la pérdida de lo bello en el diseño moderno y contemporáneo
LA CAVERNA
Miguel Campos Quiroz
Llama la atención un hecho: si uno contempla una catedral gótica del siglo XIII o un edificio barroco de la época virreinal, en cuyas fachadas podemos encontrar diseños florales, figuras de bosques, animales y seres fabulosos, así como escenas míticas, históricas o de caza; o bien un libro medieval de hechura artesanal elaborado por monjes copistas en los monasterios de la época, con sus ilustraciones bellamente iluminadas y sus tipografías tan cuidadosamente trazadas y adornadas que difícilmente serían hoy reproducidas por la industria editorial; o incluso algunas vasijas y muebles antiguos y otros objetos de uso cotidiano, encontramos que todos ellos tenían un diseño funcional que servía para un fin práctico; pero eran a la vez verdaderas obras de arte, bellas y complejas, que no se comparan con nuestras producciones modernas y en serie.
Es verdad que, en cuestión de libros, existen hoy las ediciones de lujo, que sí cumplen con los estándares de lo bello no sólo en cuestión de contenido literario, sino de la forma misma del soporte, convirtiendo así al libro en un dispositivo para la lectura a la vez que en un objeto bello, pero tales ediciones de lujo son más la excepción que la regla, pues además de ser de difícil edición, producción y diseño, son costosos, y por ello siguen predominando las ediciones de bolsillo y las económicas en el uso cotidiano de la mayoría de los lectores; no así entre quienes nos consideramos coleccionistas y bibliófilos.
Es un hecho que la ciencia y la tecnología han avanzado enormemente en nuestros días y que los materiales y técnicas permiten diseños de estructuras sumamente eficientes para los fines con que han sido planeados, así como es muy cierto que con los avances en materia digital (y ahora con la mal llamada «inteligencia artificial»), es posible crear «diseños» con una altísima definición y «realismo»; y sin embargo, difícilmente alguien recrearía la fachada del Partenón y el diseño de sus formas para un edificio de oficinas o viviendas, público o privado, en nuestras ciudades actuales. En su lugar, lo que vemos son más bien enormes cubos grises de cemento, excelentemente diseñados por ingenieros y arquitectos para cumplir su función, pero carentes de esa alma que caracterizaba a las grandes obras de otras épocas y que convertía a cada muro, a cada patio, y a cada pequeño ornamento, en elementos que en conjunto formaban un lienzo maravilloso que iba más allá de la mera utilidad y que buscaban por sobre todo la belleza y la armonía de las formas.
Tan sólo basta ver el trazado de nuestras propias ciudades virreinales en México, los hoy llamados «centros históricos», para ver la armonía en el trazado geométrico y la orientación de sus calles, por un lado; por el otro, la forma caótica en que estas mismas ciudades han crecido hacia la periferia en la época moderna, en las que además, en lugar de arte por doquier, lo que reina es la contaminación visual que hastía los sentidos en lugar de deleitarlos.
Pero si nos ponemos a revisar la historia, nos encontramos que todo lo arriba dicho alcanza a todo tipo de objetos, incluidos los dispositivos tecnológicos e instrumental científico. En efecto, si uno asiste a un museo y ve un astrolabio, un sextante, un mapa antiguo, una esfera celeste, un reloj astronómico y otros artilugios por el estilo de la época renacentista, se encontrará con que todas esas cosas eran diseñadas con arte, y en muchos casos, eran verdaderas piezas de joyería hermosamente decoradas; hoy, todas esas funciones se encuentran en nuestros teléfonos celulares, hay allí mapas del cielo, planetarios portátiles, brújulas, así como Google Maps, etc., y sólo basta descargar las aplicaciones correspondientes en ese objeto que es tan sólo un bloque de plástico plano con una pantalla pero que difícilmente podría ser considerado una obra de arte como los objetos arriba mencionados.
Muchos más ejemplos podrían citarse, pero bastan los que se han señalado para demostrar un fenómeno que es a la vez muy interesante y muy triste: entre más pasa el tiempo y se avanza en la ciencia y en la técnica, se abandona la estética, algo que resulta paradójico, porque con tantos avances a nuestro alcance, deberíamos ser capaces de superar lo hecho en el pasado en vez de volvernos cada vez más minimalistas en nuestra producción humana y en nuestros diseños.
Y es que el minimalismo, cuya doctrina y manifiesto promulga que «menos es más» y que todo debería ser reducido a «lo esencial», se nos ha vendido como una «estética culta, de buen gusto, y hasta elegante, intelectual y modernísima», en una época en la que hasta los supuestos «filósofos» predican el vacío y la nada. Y esto es desesperanzador, porque si es verdad que en toda forma de arte subyace un discurso, y que toda estética implica una ética, entonces ello significa que este abandono de la Belleza al que estamos asistiendo refleja el ánimo de nuestra época, así como su falta de sentido y el abandono de los grandes valores eternos y universales tan caros para las gentes de tiempos pretéritos y lejanos. Y eso no lo podemos permitir, es necesario recuperar la Belleza (y con ella el Alma), como valor supremo en nuestro mundo, y el diseño en todos los sentidos debe servir a tal fin, ya hablemos de diseño gráfico, diseño como planeación arquitectónica o urbanística, diseño de programas informáticos, diseño «de interiores», etc.
No cabe duda de que, en cuestión de diseño, arte y estética, es muy cierta aquella afirmación de que todo tiempo pasado fue mejor.
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