El show de terror de Rocky: del culto a la tradición
Agustín Ortiz
UNO
Richard O´Brien fue desde siempre lo que hoy llamaríamos un freak: nacido en Nueva Zelanda en 1942, desde niño sus intereses iban más por los cómics y el terror, que por el aprender a pastorear las ovejas de la granja de su padre. Ya mayor, se había convertido en un actor que con su participación en obras como Hair o Jesucristo Superestrella lo habían acercado a una contracultura que le mostraba una libertad que él anhelaba a la hora de ser, al mismo tiempo que lo habían acercado con el director teatral Jim Sharman, quien vio en la mente de O´Brien un fuego incandescente que solo necesitaba una pequeña guía para alumbrar una obra maestra.
Una que quizá no cambió la historia del cine, pero indiscutiblemente sí la manera de ver cine.
Y de amarlo.
DOS
Antes de ser una película rara, El show de terror de Rocky fue una obra de teatro rara: la historia de una joven pareja, recién comprometida, que regresando de una boda quedaba varada en un castillo draculesco donde los invitaba a pasar la noche un siniestro científico loco travesti (a sweet transvestite) mientras los invitaba a probar los placeres del sexo desenfrenado y el rock ‘n roll, todo esto en clave musical con tintes de ciencia ficción. Que se convirtiera en un éxito subterráneo causó sorpresa a O’Brien y Sharman (escritor y director de la obra), pero nada los preparó para que el empresario musical Lou Adler (descubridor de The Mamas and the Papas y fresco de ganar dos Grammy por el Tapestry de Carole King) les ofreciera llevar esa obra que había reunido a tantos freaks, punks, travestis, junkies y público en general, al cine.
Con toda esa libertad creativa de la cual O´Brien solamente había probado unas cuantas mieles.
TRES
Estrenada en 1976 y con los protagónicos de una muy joven Susan Sarandon (nunca más angelical que ahí), Barry Bostwick y un impagable Tim Curry como el Dr. Frank N’Further, la cinta en un principio fue una rareza que en medio de cancelaciones por lo rara y de un público confundido por lo que veía, luchaba por generar ganancias.
Pero algo raro ocurría.
Había personas que la veían y volvían a verla, se disfrazaban de los personajes, echaban arroz en la pantalla en la escena de la boda y disparaban pistolas de agua en la escena de la boda mientras bailaban esas canciones que tras un ritmo rockerísimo y pegajoso hablaban de sexo, sexualidad y lobotomías; las salas de cine empezaron a proyectar la cinta solo a la medianoche y veían cómo esa rareza se iba convirtiendo poco a poco en un éxito monetario únicamente por el poder del de boca en boca y por un público que durante su poco más de hora y media se encontraba aceptado y libre en la sala oscura del cine, creando una comunidad que compartía los momentos que había alumbrado O’Brien y los compartía con propios y extraños como una manera de mostrar la verdad de quienes estaban lejos de su vida diaria.
Una que convirtió a esta pequeña cinta de 1.4 millones de dólares en un fenómeno que recaudaría 226.
Y que lo que iba a ser solo una corrida breve se convirtió en una tradición que lleva más de 47 años realizándose, en algún lugar del mundo, en esas salas de cine que se niegan a rendirse ante el streaming.
Sin publicidad, sin grandes campañas, solo partiendo de la libertad de lo que se veía en pantalla hablándoles a aquellos que la anhelaban en sus vidas.
CUATRO
Si bien había algunos antecedentes (Pink Flamingos o Refeer Madness), fue esta cinta la que explotó el llamado cine medianoche: películas proyectadas como últimas funciones que reunían tanto a clavados por el cine como a jóvenes que vivían la contracultura, convirtiéndose en el antecedente más directo del llamado cine de culto; lejos de haberse extinguido la fascinación por esta obra, la cinta se ha convertido en una tradición cinéfila que perdura en estos tiempos de streaming, estimándose que cada semana, en una parte del mundo, la cinta se proyecta ante nuevos y curtidos ojos, convirtiendo lo que parecería iba a ser un fracaso, en un ritual que sigue asombrando a quien la ve.
Más que verse, se vivía.
¿Era arte? Quizá. ¿Tradición? Sin duda.
Nada mal para un pequeño inadaptado neozelandés que no quería pastorear ovejas.
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