Entre la Sartén, la vanidad y una gastronomía caricaturizadas
GASTRONOMÍA
DANIEL PARRA
En un mundo donde freír un huevo ha dejado de ser un acto de subsistencia para convertirse en un evento de gala, la gastronomía se ha erigido como el nuevo coliseo de las vanidades. No basta con alimentarse; hay que hacerlo con pompa, en el plato exacto, con la presentación perfecta y con una historia espectacular detrás del ingrediente principal. Porque si el filete no ha sido masajeado con música clásica y criado con delicadeza, ¿es siquiera digno de ser degustado?
Los concursos de chefs han proliferado, se multiplican como hongos después de la lluvia, cada uno más dramático que el anterior. En ellos, los cocineros son gladiadores armados con cuchillos japoneses de filo celestial, enfrentándose en combates a muerte por la supremacía del platillo perfecto. A su alrededor, un puñado de “expertos”, cuya autoridad es directamente proporcional a la cantidad de adjetivos rebuscados que pueden encadenar en una sola oración, sentencia el destino de los concursantes con expresiones de profunda decepción. “Esta sopa carece de alma”, o “Hay un problema existencial en tu reducción de balsámico”.
No lejos de ello, catadores de vino que podemos (me incluyo) detectar con precisión el número de gotas de sudor que un bodeguero vertió sobre las viñas en el verano de 1987, baristas que ven el universo entero en la espuma de un espresso, mixólogos que interpretan cócteles como si fueran movimientos sinfónicos. Su talento más envidiable es la capacidad de pronunciar con absoluta seriedad frases como “Este café tiene notas de melancolía otoñal con un retrogusto a nostalgia infantil”.
El mundo de la gastronomía televisada también ha generado un nuevo tipo de celebridad: el “chef-rockstar”. Son cocineros que han trascendido para convertirse en ídolos de masas, su papel en la sociedad ha dejado de ser meramente alimentario para convertirse en el de gurús del buen vivir, filósofos de la sazón, poetas de la cuchara. Desde programas donde deben cocinar con ingredientes imposibles hasta reality shows donde un simple error en la cocción se convierte en el drama de la temporada, estos chefs viven al filo del cuchillo, con la eterna presión de crear el plato que revolucionará el paladar de la humanidad.
Pero la verdadera cúspide del espectáculo gastronómico es la expectativa impuesta sobre el comensal. No es suficiente con disfrutar un plato; hay que diseccionarlo filosóficamente. La degustación es un acto casi litúrgico, donde el simple “me gusta” se considera un sacrilegio. Hay que explorar la textura con la introspección de un poeta, hay que identificar reminiscencias de infancia que ni siquiera se tuvieron, hay que decir “esto me recuerda a una tarde lluviosa de verano a la orilla de la mesa de la casa de campo de los abuelos maternos”.
Mientras tanto, los restaurantes han elevado su carta a un nivel casi divino, donde cada platillo viene acompañado de una descripción tan elaborada que bien podría ser la introducción de una novela. No se trata solo de un filete, es “una reinterpretación del bife ancestral, criado en tierras vírgenes y madurado con la paciencia de los siglos, acompañado de una emulsión etérea de recuerdos y sensaciones”.
¡Buen provecho!
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