Miguel Campos Ramos
(cuento)
I
Tenía muy bien decidido lo que estaba por hacer. No podía entenderse más con su padre. Aprovecharía la soledad de esas tierras en el monte para deshacerse de él. Ya no lo soportaba. De hecho, ya no podían vivir juntos, ni siquiera cerca. El odio entre ambos se había recrudecido. – Su padre había sido –cómo decirlo- un hombre muy duro con él. Toda su vida lo había controlado. Era lo que era, por su padre. Todo se lo aprobaba o se lo reprobaba, según su criterio. Y su criterio no había sido precisamente el de un padre amoroso. No tenía de él sino la impresión de que lo odiaba. Por algo su pobre madre se fue muy joven del mundo de los vivos. Prefirió eso a seguir aguantándolo. Lo de su muerte también había que achacárselo, sin duda. ¿Recordaría alguna vez las escenas aquellas cuando a la hora de comer les decía “Traguen ahora que les vivo”? Con ello se les quitaba hasta el apetito.
Sí, le había aguantado muchas cosas. Pero lo que definitivamente no le aguantaba —y mucho menos le perdonaba— era haberse metido con su mujer. Cierto que su mujercita no era un dechado de honestidad. Siempre había sido coscolina, por decir lo menos. Ella decía que sólo trataba de ser sociable. Sí, cómo no. Y luego con esos ojos que parecían hablar… En fin, ya había ajustado cuentas con ella largándola de su vida. Con el tiempo sin embargo llegó a creer lo que le dijo: que el viejo la había forzado. Valido de su energía insaciable —hombría, presumía él, como debían de ser los machos, decía— no había respetado ni siquiera en que fuera la mujer de su hijo.
II
Llegaron a la parte más alta del lomerío. El viejo, montado en un hermoso caballo azabache, se detuvo.
—Algún día serás dueño de todo esto —le dijo. “Y para qué lo quiero”, pensó él, si lo que debía darle nunca se lo había dado. Lo miró con decisión. Lo tenía a tajo de la moruna, que había afilado exprofeso y con esmero. Su corazón empezó a acelerar su ritmo. No quería esperar más. No debía. Llevó la mano derecha al puño del arma—. Mientras tanto —siguió su padre— tendrás que seguir respetándome y honrándome. De lo contrario nada será para ti.
Fue sólo un fulminante ‘zaz’ que se confundió con el zumbido del viento. La cabeza rodó unos metros y quedó con la cara hacia arriba, y hasta creyó que aquellos ojos impasibles se movían buscándolo. Para colmo, el cuerpo siguió afianzado a la silla de montar, incluso asiendo la rienda. Pero él no se arredró. Se apresuró a apearse y bajó el cuerpo, procurando no mancharse con la sangre. Luego arrastró cuerpo y cabeza sangrantes. Los jaló unos metros tierra adentro.
Tardó un par de horas cavando un hoyo a punta de morunazos. Y por fin, con los últimos rayos del sol, cubrió todo y luego dispersó tierra sobre los restos de sangre. Sólo entonces se dejó caer, junto a su cabalgadura, y permaneció quieto, exhausto.
III
Era ya muy tarde (quizá las dos de la madrugada) cuando inició el regreso. Calculó que a buen paso llegaría a su rancho —ahora sí suyo— al amanecer. Lo inquietaba sin embargo la presencia del caballo de su padre. El animal podría delatarlo. Por un momento pensó en el tren nocturno. La vía quedaba cerca. Podría matarlo y dejarlo tendido sobre los rieles. El tren haría el resto. Quizá hasta confundieran sus restos con los de su padre…
Pero no, desistió porque era un bello y noble animal. No tenía la culpa de haber pertenecido a quien perteneció. No merecía una muerte tan cruel.
Unos minutos después halló la respuesta. Si internó en lo más agreste del cerro, muy adentro, y, tras desensillar al caballo, lo dejó libre. Que el destino hiciera lo suyo. Y ahora sí, emprendió el regreso.
La luna ya estaba muy alta y brillaba mucho. Por ello pudo advertir un campo lleno de calabazas. No pudo resistir. Se llevaría una, con todo y flores. Qué tal para un almuerzo con unas quesadillas, para festejar su libertad. Saltó ágil y cercenó de un tajo el tallo de una muy frondosa y la guardó en un costal, el cual ató a la cabeza de la silla.
La alborada le dio el encuentro a su llegada al rancho. Iba sumamente cansado. Apenas esperó a encerrar su caballo y a dejar en la cocina el costal con la calabaza, para entrar a su recámara y derrumbarse a dormir.
IV
Lo despertaron unos toquidos violentos en la puerta de su cuarto. Se alteró. “¡Quién cara…!” Pero no pudo concluir el exabrupto porque la puerta se abrió abruptamente y con ello entraron una llamarada de luz y dos sujetos armados. Los reconoció con alarma: eran policías rurales. Uno de ellos descorrió la cortina, y la habitación se iluminó lastimándole los ojos. El otro ya lo había pepenado por los cabellos y le apuntaba con su arma.
—¿Qué demonios pasa? —se atrevió a mascullar.
Pero por toda respuesta los guardias lo sacaron casi a rastras y lo llevaron a la cocina.
Ahí, encima de la enorme mesa de madera, estaba el costal en el que había metido la calabaza. Sólo que parecía escurrir sangre en lugar de savia. Lo acercaron al costal, y uno de los guardias, ante la expresión acusadora de la cocinera y del caporal, metió una mano lentamente y empezó a extraer algo que evidentemente no era una calabaza…
