La paradoja en la era de la información

Miguel Campos Quiroz 

La Caverna 

 

 

Vivimos en una era paradójica. Lo es en muchas cosas y en muchos sentidos. Y sin duda, una de las mayores manifestaciones de este carácter paradójico de nuestro tiempo es el hecho de que esta era en la que vivimos, que es la del conocimiento y la información, lo es también de la ignorancia y la desinformación. 

En efecto, las tecnologías de la comunicación, que hoy son prácticamente indistinguibles de la informática (palabra que en sí misma sugiere una íntima relación con la información), permiten que tengamos a nuestra disposición, en cualquier momento y en casi cualquier lugar, el acceso a la casi totalidad del conocimiento humano acumulado hasta nuestros días, y a casi toda la información que se ha producido y que aumenta día con día a ritmos que ni siquiera podemos concebir.  

Y sin embargo, ese gran poder que tenemos en nuestras manos a sólo un click de distancia o a un touch en nuestras pantallas táctiles, nos da también acceso ilimitado a una ingente cantidad de informaciones falsas, en las cuales es fácil perderse y en muchos casos hacen difícil discernir entre lo verdadero y lo falso en ese inmenso mar de datos que es la gran red mundial, cuya omipresencia todo lo domina: Internet. 

Pero la desinformación no es algo nuevo. Desde el momento mismo en que fue creado el lenguaje, herramienta que nació con la finalidad de describir el mundo de la manera más fiel posible, y así comunicar la verdad, implicó la posibilidad de usarlo para exactamente todo lo contrario, esto es, para mentir y para falsear la realidad. Y ya sea que esto se haga con toda la intención de deformar los hechos para ocultar la verdad, o que sencillamente estos se hayan visto distorsionados en el tiempo y la distancia por un involuntario efecto de teléfono descompuesto, parece ser que la posibilidad de informar algo que no es verdad, es también algo inherente al lenguaje mismo. En cierto modo, las ficciones literarias son un producto de dicha posibilidad, con la diferencia de que las aceptamos por convención y las consideramos como arte, diferenciándolas así de la mera mentira. 

Con la invención de la escritura y del libro, también se fueron complejizando las formas de difundir la información, y desde luego, también la desinformación, intencional o no.  

Muchos libros que se han escrito, antiguos y modernos, no están exentos de contener multitud de datos falsos o erróneos. Muchas cartas se han escrito a lo largo de la historia en las que se cuentan mentiras, y en tiempos de guerra se han difundido informaciones falsas como estrategia para engañar al enemigo y así vencerlo. Y todo ello usando el lenguaje como vehículo, el cual, por convención, aceptamos que es una herramienta para transmitir la verdad, esto es, para informar. Pero con el lenguaje también desinformamos. 

Con la llegada de la imprenta y la distribución masiva de papeles con textos impresos en ellos, este inmenso poder que los seres humanos tenemos para informar o para mentir, sin duda se potenció. 

¿En qué se diferencia todo ello de nuestra «era de la información», que es a su vez la «era de la desinformación masiva»?  

Se diferencia en el hecho de que hoy esta potencialidad para transmitir la verdad, así como para difundirla falseada, adquiere dimensiones globales gracias a la red de redes, porque en ella cualquier persona que tenga acceso a un dispositivo digital conectado a Internet (y la inmensa mayoría de seres humanos lo tiene actualmente), puede producir contenido, y como un papel escrito encerrado en una botella, lanzarlo al mar de datos digitales que es el ciberespacio. Dicho contenido puede ser valioso o no serlo, puede transmitir conocimiento e información verdadera, o puede transmitir ignorancia y mentiras. Y ese poder está al alcance de todos nosotros, y no sólo de aquellos intelectuales que por muchos siglos han sido considerados como «autoridades». 

Y aunado a todo ello, la falta de discernimiento y el poco pensamiento crítico de las nuevas generaciones, producto a su vez de modelos educativos deficientes (sobre todo en nuestros países hispanoamericanos), hacen que no haya una adecuada discriminación de las informaciones que llegan a nosotros, de suerte que se le suele dar en no pocas ocasiones igual valor a una información dudosa transmitida a través de una red social que a un texto académico, e incluso a veces se llega a dudar de la veracidad de estos últimos como consecuencia de propagandas negras en contra de los «textos autorizados», de suerte que se llega a desconfiar de conocimientos ciertos como los que nos proporcionan la historia o la ciencia, los cuales, por otro lado, tampoco están exentos de ser falseados y convertidos en desinformación cuando existe negligencia o intereses políticos para hacerlo. 

Por eso es paradójica nuestra época. Porque tenemos acceso a un mundo de información y de desinformación en el que podemos creernos cualquier cosa que nos digan los medios, y a la vez desconfiamos de todas las verdades y de todos los hechos, aun de aquellos en los que la intuición y el sentido común nos dicen que deberíamos confiar, porque ante tanta incertidumbre creada por la saturación de datos que llegan hasta nosotros, se nos ha tornado complicado discernir cuáles son ciertos y cuáles nos mienten o al menos omiten o falsean las verdades. 

 

 

 

camposquirozmiguel@gmail.com 

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