Las raíces de México: entre historia y mito en el imaginario de una nación

México es sin duda un país extraño. Se trata de una nación cuyas raíces, tanto étnicas como culturales, no están del todo claras para la mayoría de sus habitantes, quienes no dudan en identificar al nuestro como un “país azteca” (la “selección azteca”, exclaman los cronistas deportivos cada vez que México juega al fútbol), y aun así, se reconoce como un fuerte rasgo de mexicanidad al mariachi, cuyas bases musicales elementales, así como sus instrumentos característicos, tienen sus orígenes en Europa, y así mismo a la charrería, que no es sino una evolución de las artes ganaderas practicadas desde hace siglos en la Península Ibérica, y traídas a nuestras tierras por los conquistadores españoles. 

Por otra parte, la identificación de nuestro país con “lo azteca”, así como el propio nombre de México, están fuertemente relacionados con los mitos fundacionales creados desde la consumación de la independencia para, por un lado, desligar a la nueva nación (al menos en el discurso), de todo lo que tuviera que ver con España, y por otro, para servir al centralismo de la Ciudad de México como capital de esta nueva república. 

Todo ello, es verdad que creó toda una identidad y un imaginario nacionales, pero eclipsó a su vez a toda una diversidad de pueblos, tanto indígenas como no indígenas, que durante siglos han habitado el territorio hoy mexicano y que tuvieron que aceptar para sí, les perteneciera o no, el estandarte de la nación azteca: nuestro Escudo Nacional, que representa a todos los mexicanos, es una representación del mito de la fundación de Tenochtitlán, pero poco o nada tiene que ver con otros pueblos indígenas que también forman parte del abanico multiétnico y multicultural que conforma a nuestro país, ni con sus mitos, sus costumbres, su religión, sus cosmovisiones, ni sus lenguas. 

Resulta irónico que la imagen del “país azteca” haya prevalecido en el discurso e imaginario nacionales, cuando lo cierto es que los grandes conquistadores de origen indígena de este vasto territorio, que extendieron su cultura y costumbres hasta las más remotas y septentrionales zonas del subcontinente norteamericano, y aún más allá, hasta las mismísimas islas Filipinas, en Asia, fueron los tlaxcaltecas y no los mexicas. Y aun con todo ello, nuestro país se llama México y no Tlaxcala, habiendo quedado este nombre únicamente para el más pequeño, un pequeñísimo estado del centro de nuestro país, que en las bromas y en los memes suele decirse que “ni existe”. 

Y, sin embargo, es más probable que el 90% de los mexicanos tengamos sangre tlaxcalteca corriendo en nuestras venas, que sangre azteca, con excepción quizá de los habitantes de la actual Ciudad de México y zonas aledañas. 

No obstante, todo lo anterior, se ha formulado alrededor del “mito azteca” de nuestro país todo un discurso nacionalista que en no pocas ocasiones ha llegado a la xenofobia y hasta al neonazismo.  

En nombre del nacionalismo y de lo pretendidamente “indígena”, se ha fomentado muchas veces el odio al extranjero. Se ha presentado a este como enemigo, e incluso se le ha insultado y agredido. 

Incluso al español (al que por cuestiones culturales y de identidad no podemos considerar como propiamente extranjero), se le ha presentado en el discurso como el enemigo de la mexicanidad, el “colonizador”, el invasor, y otros tantos apelativos negativos y despectivos que fomentan el odio, cuando la realidad es que negar y odiar esa identidad hispana es odiar también por lo menos la mitad de lo que somos. 

Pues la realidad es que la identidad mexicana es indígena, pero también es hispana, y esa hispanidad que es una parte esencial de lo que somos, une a veintidós países, incluyendo el nuestro, por la cultura, la lengua y la sangre. 

Estamos en el mes patrio, en el cual se conmemora nuestra independencia, y, por lo tanto, el nacimiento de nuestro país como república moderna. Y no es la intención de estas líneas el renegar de lo indígena, ni tampoco de nuestros símbolos patrios (de los cuales debemos sentirnos profundamente orgullosos), ni de nuestros mitos fundacionales, porque ellos nos han dado una unidad y una identidad nacionales desde hace 203 años, cuando Iturbide y su ejército hicieron su entrada triunfal en la Ciudad de México, habiendo logrado una independencia pacífica y amistosa con España. Amistad y hermandad que duran hasta hoy, a pesar de lo que digan los discursos xenófobos de algunos líderes y políticos. 

Lo único que con este artículo buscamos, es hacer una reflexión que, eventualmente, nos lleve a reconciliarnos con nuestro pasado y con nuestras raíces de uno y otro lado del Atlántico, para así superar los odios y resentimientos históricos, y, en vez de éstos, fomentar el acercamiento amistoso y fraternal que nos lleve a construir puentes entre países hermanos, y no enemistades ni discursos de odio, como desearían algunos que buscan vernos enfrentados y divididos. El mundo ya tiene demasiado de eso. 

Felices fiestas patrias. 

 

 

 

Miguel Campos Quiroz 

camposquirozmiguel@gmail.com 

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