Los Minelli Garland: La grandeza olvidada
Su nombre merecería estar a la altura de los Coppola o los Houston cuando hablamos de grandes familias en la historia del cine; escándalos, excesos y malas cintas han hecho que la dinastía Minelli Garland hoy esté casi olvidada, pero su talento e influencia sigue asombrando a generaciones de amantes del cine.
Cuando en 1945 el director Vincente Minelli y la actriz Judy Garland anunciaron su boda, no fueron pocos los que en lugar de celebrar la unión levantaban la ceja entre susurros.
¿No Vincente, aun con su fama, tenía una vida personal misteriosa donde era habitual ver a jovencitos entrar y salir de su departamento antes de llegar a la fama como El Director de musicales de los años 40s y 50s?
¿No Judy, aun con esos pulmones y talento de hierro, cada día era más dependiente de las sustancias que su estudio MGM le administraba con tal de conservar su juventud y talento?
Aun así, más que un simple matrimonio, el enlace era la comunión de dos titanes que garantizaban taquilla a un séptimo arte que por ese entonces optaba por mostrar una visión idealizada de la vida americana, un enlace que en 1946 anunciaba al mundo la llegada de la hija de ambos, una princesa dentro del reinado de sus padres.
Una chica llamada Liza.
Cual princesa Aurora, Liza Minelli tuvo tres cruces desde que nació: el físico del padre, la propensión a las sustancias de la madre y la presión de tener que forjar un camino propio aun con la larga sombra que sus padres. Pero también tenía dos bendiciones: un talento gracias al cual lo mismo hacía drama que musical, y unos pulmones que le permitían convertir cualquier canción en un himno.
Después del divorcio de sus padres y con una infancia difícil, donde mientras su padre triunfaba con ese portento de musical llamado Sinfonía en París (dirigiendo a un Gene Kelly formidable y que posteriormente se convertiría en referencia de cómo montar un musical), también era ignorada por él, estando a merced de su madre, una Judy Garland en ese entonces perdida en las adicciones, relaciones tormentosas y deudas que asemejaron la niñez de Liza a la miseria de una novela de Dickens.
Siendo criticada desde la cuna por su peculiar físico, lo que Liza sabía es que iba a brillar; así que después de debutar a los 19 años como cantante en clubes nocturnos, fue a esa edad cuando también debutó en teatro, asombrando a todos con la fuerza y dedicación que imprimía en cada papel, ganando un premio Tony a los 19 años por Flora, la amenaza roja, musical que auguraría su gran triunfo.
Llegando al cine, la cosa pintaba bien. Muy bien. The sterile cuckoo (1969), de Alan J. Pakula, le dio su primera nominación al Óscar, interpretando a la chica excéntrica y necesitada de atención que se convertiría no sólo en su sello sino también en una especie de exorcismo que perfeccionaría en 1972 al interpretar a la decadente y sublime Sally Bowles en Cabaret, de Bob Fosse, cinta que no sólo le daría posteridad sino también el mejor año de su vida.
En 1973 Liza era Liza. Sólo Liza sin el lastre de cargar con el legado de unos padres que había sido olvidados por Hollywood al abrazar la vanguardia, una Liza que brillaba por Derecho propio con el mundo rindiéndose a sus pies: otro Tony por Liza at the Winter Garden, un Emmy por Liza with a Z y un merecidisimo Óscar por Cabaret llevaron a Liza, la chica que anhelaba la atención como alimento, a ser la estrella más querida y admirada de esos tiempos, siendo su única rival ella misma.
Su peor enemiga.
Un fracaso es perdonable, y ella lo tuvo con Lucky Lady (1975). Pero dos al hilo es imperdonable, y eso tuvo con A Matter of Time (1976), cinta donde Liza era dirigida por ese padre ausente que era Vincente y que en lugar de convertirse en el triunfo padre e hija que sanara el abandono, se convirtió en el principio del fin para los involucrados.
Nada nunca volvió a ser igual.
Vincente se retiró, ya estaba en una edad donde podía hacerlo. Liza, aun habiendo puesto su voz en convertir New York, New York en el estándar musical que hoy es, parecía haber decidido emular a su finada madre, convirtiéndose en estrella de la prensa amarillista más que en la artista que apenas unos años antes había asombrado al mundo: matrimonios fugaces, excesos y fracasos cinematográficos se convirtieron en cosa común durante décadas, rodeada de escándalos que ni su brillantez vocal o esporádicas apariciones (esa impagable Lucille Austero en Arrested development) podían hacer callar.
Sola, olvidada, sin hijos (la dinastía acaba con ella) y padeciendo las consecuencias de un alcoholismo rampante, fue como Liza llegó en la 94ava. entrega de los premios Óscar para presentar, junto con Lady Gaga, el Óscar a mejor película este 2022.
Frágil, en silla de ruedas, sorprendiendo a todo el público, que de inmediato se paró a aplaudir extáticamente a esta chica peculiar que había asombrado al mundo.
Y Liza sonreía.
Reía.
Recorría con sus ojos acuosos a la audiencia.
Volvía a ser esa niña que sólo buscaba que la gente la quisiera y se percatara de ella.
Comprendía.
Era una leyenda y nada importa más que ser leyenda.
Y a las leyendas se les quiere.
Y Liza merecía todo ese amor.
Agustín Ortiz
joseagustinortiz86@gmail.com
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