Novedades literarias
En esta ocasión toca el turno a la novela Ruta negra, del escritor poblano Bertoldo Duma (escribidoretica@gmail.com). Se trata de una novela de suspenso, un thriler estupendamente escrito, ágil y truculento, a ratos con chispazos de buen humor. Sibarita La Revista ofrece a sus lectores un fragmento del Capítulo I de esta obra próxima a ser publicada.
CAPÍTULO I
EL ENCIERRO
—¡Ch… madre! ¡No puede ser!
El hombre golpea la pared con el puño cerrado. La mirada hinchada y los labios fruncidos endurecen su rostro. Aprieta las muelas y respira a raudales mientras camina por la estancia como si buscase algo que ha perdido. Respira igual a un toro frente al capote, y a pujidos trata de meter hielo a su cerebro.
Después, con cautela, se acerca lentamente a la ventana del apartamento para atisbar cuidadosamente hacia la calle. Sin suavizar la expresión se frota lentamente los ojos y se dedica a observar lo que sucede afuera. Lo hace a través de una pequeña y delgada rendija; el hueco es similar a una luna tierna alargada que está disponible entre la pared y la cortina.
Su nombre es Gabriel Mesino, está encerrado en ese apartamento y, a pesar de su edad, ya ha alcanzado el rango de sargento primero dentro del ejército mexicano.
Mientras mira con atención a los transeúntes que caminan allá en la calle, una serie de tormentas bullen dentro de su cerebro y se aplastan entre ellas sin poderlas contener; de ahí su respiración trompicada.
Tiene rato que se encoleriza consigo mismo. Se endiabla y un rato después vuelve a calmarse, y luego vuelve a endiablarse; así ha sido desde horas antes.
Inmóvil, en la semipenumbra, medita tratando de imponerse a su ira desatada. No puede creer que hayan fracasado los planes que, desde meses antes, elaboró con tanto cuidado y tanto esmero. Y es que, de manera abrupta, en el último momento, todo le salió terriblemente mal.
Cuando sintió que los seguían esos hombres armados, apenas y alcanzó a refugiase en ese lugar que, a esas horas del día, ya huele a cansancio y a un intenso temor combinado con un extraño coraje que le hierve por dentro. No solo le hierve el cerebro, sino el mismo estómago y las tripas.
Gabriel mira y mira la calle; recuerda que ha oído decir que la rabia y el miedo, con un poquito de entrenamiento, se pueden oler. Lo escuchó de su padre, quien a su vez lo oyó del bisabuelo de Mesino, un activo revolucionario zapatista. Dicen que el bisabuelo dijo que, además de la pólvora y las mentadas de madre, en los enfrentamientos en el campo se percibía una extraña xoquilla que se entreveraba entre el polvo y los relinchos dolidos de los caballos que caían atravesados por los máuseres. Esa xoquilla era el olor de la rabia y del miedo, le aseguró su padre.
Gabriel piensa que si eso que le dijo su padre era cierto, entonces esa es la causa por la que desde horas antes ahí dentro del departamento se puede oler y aspirar una pestilencia parecida a miel rancia sancochada con tabaco podrido. Seguramente ese olor que se revuelve dentro del departamento es el olor de la rabia y a la vez del miedo, piensa.
Por un buen rato, Gabriel se petrifica fuera del marco de la ventana, sumido en sus deliberaciones. Parado, procura que todo su cuerpo se mantenga muy quieto para evitar que quienes los buscan a él y a la mujer que lo acompaña noten siquiera su silueta desde fuera.
Mesino mira los más mínimos detalles de la calle como se mira a través de la mira de un fusil. Está atento a todo lo que ocurre abajo, un poquito más allá de sus pies; cuida cada uno de los rincones de esa vieja calle con rasgos coloniales que, con desparpajo, se mueve llena de rutina y de sopor mientras transcurre la tarde.
El militar vigila, con ropa de paisano, uno a uno todos los rincones de los alrededores. Para eso mira. Para eso está atento; lo hace para cuidar y cuidarse.
Y es que, desde hace horas, se odia a él mismo por haber sido tan estúpido y confiado cuando tomó la decisión de hacer lo que hizo; robarse a una mujer ajena. El dueño de ella, un teniente de nombre Aureliano Benavídez, era su superior. Y por lo mismo, sabe que el jefe nunca le perdonará su marranada. Mesino, en más de una ocasión, comprobó que Benavídez es más peligroso que el más bravo y sanguinario de todos los perros. Aun así, cometió la babosada de quitarle a la mujer. Aunque después de todo, la mujer valía la pena. Era y es extremadamente hermosa.
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