Nuestras raíces en un vasito

La huella sigue estando presente, la respuesta la encontramos en el trabajo de los tlacuilos, los dibujantes que registraban las diferentes costumbres y que en los códices nos muestran el desarrollo de una cultura: hábitat, rituales, vestido, símbolos, caminos y una cantidad de imágenes que identifican el desarrollo y las raíces de una comunidad que antes de estos jeroglíficos ya era moderna en la definición de sus prácticas.  

Uno de estos símbolos que se manifiesta como impronta indeleble es el maíz. ¿Cuántas veces no se ha dicho que somos hijos de lo que la milpa envuelve? En la palabra de los antiguos mexicanos la mazorca tiene una categoría de Dios: raíz, pueblo y maíz son lo mismo, aluden al ícono más poderoso de una región en el continente, definida como Mesoamérica, la mitad de una mancha en el mapa llena de milpas de elotes, convertidos hoy desde la gastronomía en esquites servidos en un vasito. Pero más aún, la imaginación de la fuerza de nuestras raíces desde el maíz nos propone ir hurgando para tener un encuentro básico, esencial, con un hongo llamado Huitlacoche, mucho tiempo despreciado, proteína del maíz, aceptado y lanzado al mundo primero en las quesadillas del mercado popular, al pie de la banqueta, ahora convertido en budín de restaurantes de la “nueva cocina mexicana”. 

Imaginemos a Quetzalcóatl, ataviado como Dios de la agricultura, dibujado hoy por un tlacuilo, disfrutando de un platillo vegetariano proveniente de esos granos parecidos a las muelas; para la serpiente emplumada ése ya no sería un tema desconocido, desde aquel entonces la cultura prehispánica ya sabía del poder de los derivados del maíz: el cereal de cada mañana está ligado íntimamente a nuestras raíces.  

Una de las máximas representaciones de esa majestuosa fertilidad de la tierra llevada al escenario de todas las mesas mexicanas es el pozole, el grano que revienta al calor de las aguas; es el otro clásico proveniente del matorral, del paisaje; hoy es empaquetado al alto vacío para hacer viajes ultramar, para satisfacer la melancolía de aquellos de sangre azteca o maya, instalados en espacios que extrañan las costumbres: “Sin maíz, no hay país”, sin atole de maíz y sin tamales el Bronx, Queens, lugares con asentamientos de la raza, están incompletos, apetece lo que se extraña. El Rey de la tortilla, inspirado en su arraigo, es un triunfo alternativo al servicio de los que sueñan con la tostada, el totopo y sus derivados. Raíces y modernidad se funden, la tlayuda es el escudo de una conquista triunfadora que canta en cada tronadita “cronch, cronch”. 

No hay raíz que en el camino no se tope con otra y se forme una mezcla; la habilidad de una cultura encuentra en ese coctel una genética que propicia universos místicos, yuxtaposiciones, rituales, para desde ahí construir civilizaciones particulares en sus usos y costumbres, modernas, con aspiraciones genuinas, mirando el horizonte, esperando que se asome el letrero que anuncia: Tortillas hechas a mano. 

 

 

Germán Montalvo 

elchicodelamoto@yahoo.com 

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