Poesía para no expertos
Luis Antonio Godina Herrera
Una de las actividades escolares que siempre invitan a elevar la parte lúdica de la educación es la visita a los museos. En Puebla, recuerdo que el Museo Casa de Alfeñique era un sitio obligado para quienes cursamos la primaria a finales de los años sesenta del siglo pasado. Los museos no son otra cosa que lugares donde se concentran muestras de diversas disciplinas, cuyo origen se remonta a los tiempos de la civilización griega.
Su significado está emparentado con el lugar consagrado a las musas. Una de ellas, Calíope, es la musa de la poesía. El más célebre Mouseion fue el de Alejandría, fundado en el siglo III a. C. bajo el patrocinio de los Ptolomeos, reyes de Egipto de origen macedonio. Como bien señala Irene Vallejo en el ya imprescindible libro El infinito en un junco:
«Para un griego, un museo era un recinto sagrado en honor de las musas, las hijas de la Memoria, las diosas de la inspiración. La Academia de Platón y, más tarde, el Liceo de Aristóteles tenían su sede en bosquecillos consagrados a las musas, porque el ejercicio del pensamiento y la educación podían entenderse como actos metafóricos y luminosos de culto a las nueve diosas. El Museo de Ptolomeo llegó más lejos: fue una de las instituciones más ambiciosas del helenismo, una primitiva versión de nuestros centros de investigación, universidades y laboratorios de ideas».
La misma Irene agrega:
«Se invitaba al Museo a los mejores escritores, poetas, científicos y filósofos de la época. Los elegidos mantenían el puesto de por vida, liberados de cualquier preocupación material, de forma que pudieran dedicar todas sus energías a pensar y crear. Ptolomeo les asignaba un salario, vivienda gratuita y un puesto en un lujoso comedor colectivo. Además, los eximía de pagar impuestos, quizá el mejor regalo en tiempos de voracidad de las arcas reales».
Un hecho curioso del que me percaté al escribir estas líneas es que, a lo largo de estos cuatro años en los que he colaborado con Sibarita La Revista, he confeccionado —sin querer— una especie de museo poético personal. Por estas páginas han desfilado mis poetas preferidos y he podido conocer a otros, gracias al desarrollo temático de cada número de la revista. Dos poetas forman parte de este museo que llamo, de manera egoísta, «personal»: Jorge Luis Borges y Octavio Paz. De este último comparto unos versos de su obra Objetos y apariciones, en los cuales vincula de manera extraordinaria la pintura y la poesía:
«Hay que hacer un cuadro», dijo Degas,
como se comete un crimen». Pero tú construiste
cajas donde las cosas se aligeran de sus nombres.»
Esta simbiosis es fundamental, y para quien esto escribe es una compañera permanente cuando estoy frente a un cuadro. Por ejemplo, El Cristo, de Velázquez, en el Museo del Prado: solo la poesía puede describirlo. O La noche estrellada, de Van Gogh, que de repente aparece en una de las paredes del MOMA y te llama, te atrae, te captura. Sobre este cuadro, José Luis Reina Palazón tradujo el poema de Anne Sexton The Starry Night. Comparto una parte del mismo:
«La ciudad existe sólo
allí donde un árbol de hojas negras crece
como una mujer ahogada hacia el cielo ardiente.
La ciudad está en silencio.
La noche hierve con once estrellas.
¡Oh, noche estrellada, noche estrellada!
Así es como yo quiero morir.»
Borges incluye en sus Obras completas un epílogo que sella esta vinculación marcada por la historia. Museo es el nombre del texto. En el epílogo dice:
«Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas… Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».
Eso es lo que vemos en los museos: nuestra propia cara. En los libros, en los cuadros, en las colecciones que albergan, como bien dice Borges, está nuestra cara. Los museos y la poesía no están ajenos a nosotros; son parte de nuestro ADN. Quizá sean un cromosoma más que, a veces, nos negamos a descubrir.
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