Pueden sentarse en paz, la comida está servida
Jeong Kwan en la cocina de un templo budista de Korea del Sur, fotografía: The New York Times, octubre 2016.
Jeong Kwan y su gastronomía de templo
“Busco la iluminación a través del camino de Buda y no hay diferencia entre cocinar y seguir estos pasos, cocinar es compartir” –dijo Jeong Kwan a Jeff Gordinier, periodista de The New York Times en entrevista. Las siguientes líneas tratan de ese encuentro que pareciera imposible, tratan de la historia de los platillos de Kwan, de la cosmovisión del budismo a través de los sabores y de los sabores a través de los ingredientes más inhóspitos que ningún chef u horticultor alrededor del mundo hubieran nunca antes considerado hasta que Gordinier en 2016 los hizo públicos: la paz mental, el tiempo, la compasión, la armonía con la naturaleza, el equilibrio, el respeto y la paciencia.
De manera que Kwan es la artesana del tiempo, es la sacerdotisa de la evolución de la vida de los microorganismos en la cocina, es la chamana de bacterias y levaduras, la bruja de la transformación. Kwan posee el don de la paciencia en la cocina del templo. Hace una alabanza a los frutos de la tierra y honra la vida y la felicidad del compartir.
Ya en el monasterio la preparación de los alimentos es ritual, pareciera una contemplación concertada entre los ingredientes, una veneración de la monja hacia los frutos de la tierra más que un uso de los mismos. Es una sinergia de elementos, una suma de las partes, la complejidad de la inexistencia de las fases, no saber dónde inicia y dónde termina cada elemento, cada sabor y aroma. Los colores se subyacen, se sobreponen, se reinventan entre las manos de Kwan. En ella el término “Arte Culinario” toma otro significado: una acepción ceremonial y sagrada. Se confabula con el tiempo en la fermentación y en el añejamiento, análoga la salsa de soja con la vida misma, reúne con prudencia y alegría aquello que conforma el plato o la tabla de tazones. Lo que pareciera una simple col, cuando se fermenta en la vasija o en el subsuelo, se convierte en un “kimchee”, se reconforma una nueva vida, ha trascendido su plano de la realidad, ahora es un pasado presente, una suma de procesos, el resultado del proceso de cambio, la impermanencia misma.
Las ollas y los fogones, los platos y las mesas, son lienzos en blanco, el cocinero es un artista, sueña sabores, imagina aromas, alucina mediante sus papilas gustativas sin todavía tocar con la lengua sus sazones. Tiene en mente el plato servido y conoce a detalle cada rincón de esa colección de sabores, la tarea de preparar la comida del día la hizo en sus ensueños antes de presentarse en la cocina.
Ya frente a los ingredientes sólo danza con ellos, los vierte, los mezcla, los toca, pero los deja ser, les da el espacio que le demandan, los reinventa a partir de su propia esencia. Cocinar es pintar al óleo sobre tela con pinceles y espátulas, es componer una sinfonía con variedad de instrumentos, es bailar en la tarima, es construir un Partenón, es escribir poesía.
Pero también cocinar es nutrir, es alimentar a la familia. Es transportar la energía de la tierra al cuerpo a través de las verduras, los brotes, las hierbas, las frutas, las semillas y los cereales. Así, el cocinero es un puente, es la vía de acceso del cuerpo a la vida que da el Sol mediante las hortalizas, por eso se le venera, se le agradece; el cocinero es, entonces, el ser humano más cercano a Dios. Y es también su intérprete, su traductor.
Eduardo Pineda
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