Poesía para no expertos

Luis Antonio Godina Herrera 

 

Como todos sabemos, los habitantes de este planeta provenimos del continente africano. El café no podía tener otro origen. Es común iniciar el día, una charla o terminar una comida, con una taza de aromático café en la mano. El café es parte de la cultura universal. Y está por tanto presente en la poesía y en la lectura de la poesía. Una tarde lluviosa de octubre en Puebla, una tarde otoñal, se disfruta con música, un poema y una buena taza de café. ¿Se le puede pedir más a la vida? Diferentes poetas han empleado el café como parte de sus versos. Por ejemplo, Borges, en Camden, 1892, escribió: 

 

El olor del café y de los periódicos. 

El domingo y su tedio. La mañana 

y en la entrevista página esa vana 

publicación de versos alegóricos 

de un colega feliz.  

 

El café tiene que ver también con lo oculto, lo escondido, incluso su lectura puede avizorar el futuro. Por eso López Velarde escribe: 

Y decir al Amor: De mis pecados, 

los más negros están enamorados; 

un miserere se alza en mis cartujas 

y va hacia ti con pasos de bebé, 

como el cándido islote de burbujas 

navega por la taza de café. 

 

En Cien Años de Soledad, García Márquez refiere en diversas ocasiones al café en su Macondo; en una de ellas señala: 

Lo sepultaron en una tumba erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una lápida donde quedó escrito lo único que se supo de él: MELQUÍADES. Le hicieron sus nueve noches de velorio. En el tumulto que se reunía en el patio a tomar café, contar chistes y jugar barajas, Amaranta. 

A mayor abundamiento, dirían los abogados, uno de los personajes centrales de esa egregia novela era aficionado a beber café: 

El martes del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció en la cocina antes de las cinco y tomó su habitual café sin azúcar. «Un día como este viniste al mundo», le dijo Úrsula. «Todos se asustaron con tus ojos abiertos». 

Café y literatura van de la mano. Algunos le agregarían una bebida espirituosa o un cigarrillo, pero esta columna se abstiene de ambas recomendaciones; aconseja, sí, no pasar una tarde, un día o un duermevela sin leer o escuchar poesía, sin tener a la mano una novela y pasar las páginas, y sorbo a sorbo acabar una taza de café. En ella estarán, además del humo, recuerdos, sueños y quizá caricias ya superadas o añoradas. Por algo escribía Rubén Darío: 

 

Una buena taza de su negro 

licor, bien preparado, contiene 

tantos problemas y tantos 

poemas como una botella 

de tinta. 

 

Tinta, versos, poesía y café caben a veces en una taza. Marcan a veces una vida, al amor, incluso también al olvido. Si no me creen, revisen este enorme poema del peruano César Vallejo: 

 

Entre mis labios hechos de jebe, 

la pavesa de un cigarrillo humea, 

y en el humo se ve dos humos 

intensivos, el tórax del café, 

y en el tórax, un óxido profundo 

de tristeza. 

 

Pocas bebidas concitan la tristeza, la nostalgia y la alegría. Ninguna nos lleva a soñar, desde pensar en cómo cambiar el mundo o prepararnos para otro día en la oficina. Eso hace el café, nos ayuda a soñar, nos hace vivir. 

 

 

 

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