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La intención de la palabra

Juana de Ibarbourou, cuyo verdadero nombre fue Juana Fernández Morales, es una poetisa uruguaya que vivió de 1892-1979. 

Ella, con su gran sensibilidad, nos dejó un hermoso poema llamado “La higuera”. En él refiere: 

 

“En mi quinta hay cien árboles bellos: 

ciruelos redondos, 

limoneros rectos 

y naranjos de frutos lustrosos.” 

 

Sin embargo, también hay una higuera, de la cual dice: 

“Porque es áspera y fea, 

porque todas sus ramas son grises, 

yo le tengo piedad a la higuera.” 

 

Casi al final del poema, escribe: 

“Por eso, 

cada vez que yo paso a su lado 

digo, procurando 

hacer dulce y alegre mi acento: 

Es la higuera el más bello 

de los árboles todos del huerto.” 

 

Y concluye: 

“Y tal vez a la noche, 

cuando el viento abanique su copa, 

embriagada de gozo le cuente: 

Hoy a mí me dijeron hermosa.” 

 

El poder de la palabra, no cabe duda, es grande, y Juana de Ibarbourou lo expone de manera muy sencilla y efectiva en esta composición literaria. 

Con razón se dice que las palabras sanan, pero también pueden enfermar. Y no es sólo cuestión de sugestionarse y decirse cada mañana: “Soy el mejor, soy un campeón, o una campeona.” 

En el caso de las mujeres al mirarse al espejo: “Qué bella soy.” Y de los varones: “Qué bien me veo hoy.”  

Las palabras, bien guiadas, bien utilizadas, pueden tener efectos devastadores o motivadores. Incluso el músico catalán Joan Manuel Serrat lo dice en una de sus canciones: “Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así.” 

Hay un peso específico en cada palabra, en cada conjunto de palabras. Desde luego, lo hay también en los silencios. Por eso se dice que la intención es lo que cuenta. 

Y en el caso de las palabras, la intención con que se dicen o con que alguien nos las dice, es determinante. El asunto es llenarnos de buenas intenciones. 

Probablemente sea en las relaciones amorosas y afectivas donde este poder de la intención se manifiesta más. Qué duro es oír expresiones como: “Me gustas, pero sólo como amigo, o como amiga.” Y en el caso de la amistad, cuando alguien se dirige a la persona estimada como “amigo” o “amiga”, y no por su nombre. Empieza a darse un distanciamiento, como si el nombre de la persona supuestamente estimada se nos hubiera olvidado y por eso usamos el genérico “amigo”: “¿Qué tal, amigo, ¿cómo te va?” O “¡Qué tal, amiga, ¿cómo estás?” 

Cuidemos el poder de la intención al usar la palabra. 

 

Miguel Campos Ramos 

camposramos@outlook.es   

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