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La mirada eterna de Gabriel Figueroa

Un muchacho, venido a menos, recorre las calles de una inmensa Ciudad de México que lo ha convertido en sólo una historia. 

Un hombre rodeado de velas le implora a la muerte una segunda oportunidad, aun teniendo sus horas ya contadas. 

Una pareja se abraza mirando al futuro. Y nunca el campo mexicano se ha visto tan infinito. 

Los olvidados (1950), Macario (1960) y Allá en el rancho grande (1936) son cintas, entre otros clásicos, que si bien su visión parte de directores que podrían ser Luis Buñuel, Roberto Gavaldón y Fernando de Fuentes, la mirada no podría ser de otro más que de ese genio llamado Gabriel Figueroa. 

Despreciado en su tiempo por sus colegas por considerarlo un todo terreno a la hora de fotografiar dentro del séptimo arte, lo cierto es que el ojo de Figueroa (24 de abril de 1907-27 de abril de 1997) es uno que el día de hoy es sinónimo de imágenes que se han convertido en parte del ADN ya, no sólo del cine sino de cómo entendemos México. 

¡Y vaya que Figueroa lo entendió! El blanco y negro que abundó dentro de su trabajo jamás fue impedimento para mostrar el color de nuestras tradiciones y día a día, mostrando al mismo tiempo en su obra los matices que crean la diversidad; cuando uno ve una película fotografiada por este genio deja de ser un simple espectador para convertirse en el más íntimo testigo, uno que no puede dejar de ver la gran pantalla mientras la angustia de Pedro Armendáriz nos invita a sentir su dolor en La Perla (1947), cinta que le dio el globo de oro y quizá sea la cumbre de su cine (convirtiéndose en una de las primeras cintas mexicanas en ser considerada GRAN cine a secas), una compartida entre él y ese (otro) artista y entrañable amigo llamado Emilio “El Indio” Fernández, cineasta que sigue siendo de cabecera a la hora de retratar a México en el séptimo arte. 

Dolores del Ríos, María Félix, Tito Guízar, Roberto Cobo y estrellas del Hollywood clásico como Henry Fonda, son sólo algunas de las luminarias que gozaron de esa mirada que los dejaba expresarse, en cada gesto y ademán, en todos sus tormentos y alegrías con una naturalidad que quien viera sus películas reconocía como suya. No es casual que cuando era la hora de dirigir la adaptación de la infernal Bajo el volcán (1984), el formidable John Huston sólo pudiera, en lo que veían los ojos y las luces de Figueroa, encontrar a alguien que pudiera capturar el infierno etílico que vive un expatriado británico en el muy mexicano Día de Muertos, convirtiendo esta celebración en un telón de fondo que parte de la tradición y de ese folklore que sigue siendo tan nuestro. 

En el trabajo de Figueroa la belleza en México era algo que bastaba abrir la ventana para verlo y vivirlo, era crudo, pero mostraba, como bien recuerda Luis Buñuel en sus esenciales memorias, Mi último Suspiro: 

 “Con Nazarín, rodada en 1958 en México y en varios bellísimos pueblos de la región de Cuautla, adapté por primera vez una novela de Galdós. Fue también durante este rodaje cuando escandalicé a Gabriel Figueroa, que me había preparado un encuadre estéticamente irreprochable, con el Popocatépetl al fondo y las inevitables nubes blancas. Lo que hice fue, simplemente, dar media vuelta a la cámara para encuadrar un paisaje trivial, pero que me parecía más verdadero, más próximo” 

Figueroa siempre lo supo y vale la pena recordarlo: México es hermoso. 

Que la mirada lo descubra. 

Y él lo compartió. 

 

 

Agustín Ortiz 

joseagustinortiz86@gmail.com

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