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Cancelando la Navidad

De cómo un genio ruin creó una de las festividades más queridas. 

Vivimos en tiempos donde el decir “cancelación” equivale a una sentencia, una que ha minado nuestra forma de disfrutar el arte. Imposible ahora apreciar una película, una pintura, un libro o cualquier producto cultural sin que aparezcan los nuevos Torquemada, aquellos que desde las redes sociales lanzan veredictos y reprueban el disfrute como si toda obra fuera forzosamente autobiográfica, como si los pecados de sus creadores fueran la única medida con la cual se puede evaluar el arte. 

Bajo esta lógica, todo es cancelable, incluso algo que se considera tan puro, tan tradicional, tan redituable como lo es la Navidad.  

¿Se podría cancelar la Navidad? 

Es el momento de hablar de un genio llamado Charles Dickens. 

Charles Dickens nos dio obras mayúsculas en la literatura; ¿Grandes esperanzas? ¿Oliver Twist? ¿David Copperfield? ¿Historia de dos ciudades? Todas son de él. 

Charles Dickens, el gran escritor, también era un pésimo esposo, uno que cuando su mujer engordó después de darle DIEZ HIJOS, dedicó el resto de su vida a despreciarla. 

Charles Dickens era también un sujeto creepy, obsesionado con actrices jóvenes que se parecieran a su amor imposible, su cuñada (que falleció siendo joven).  

Y por si eso fuera poco, entre otras tantas excentricidades, Dickens tenía un extraño ritual navideño: gustaba de observar cadáveres en la morgue cada nochebuena. 

Charles Dickens no creó la navidad, pero fue él, a través de su obra, quien moldeó esta festividad hasta convertirla en lo que hoy conocemos y entendemos como Navidad. 

Dickens nació en la pobreza y fue a partir de ahí que alterna su carrera como exitoso escritor con la denuncia y activismo en contra de las condiciones ínfimas en las cuales laboraba la clase obrera de la Londres de aquellos años.  

En la cumbre de su genio, Dickens escribió uno de los textos por el cual pasaría a la historia:  Cuento de Navidad. 

En 1843, con ilustraciones de John Leech y repartida por entregas, Dickens nos contaba la historia del miserable y ruin Ebeneezer Scrooge, hombre acaudalado, de temible temperamento, que explotaba a sus trabajadores con tal de seguir incrementando su riqueza, hasta que tres fantasmas deciden visitarlo el día de Navidad, mostrándole el error de su actuar.  

El público de la Londres Victoriana, que en ese entonces pasaba por un sentimiento colectivo de añorar tradiciones de tiempos mejores, cayó rendido ante una historia que si bien era de fantasmas (porque aunque ahora lo hilemos al terror, el relato de fantasmas surgió como una tradición para narrarse ante una chimenea en el invierno), también contenía ideas que acabaron tatuándose en las festividades: los villancicos, la cena navideña, el dar regalos y el uso de la frase “Felíz Navidad” como saludo, fueron algunas de las cosas que Cuento de Navidad nos legó para la posteridad. 

Su trascendencia fue tal que incluso en esta época de cancelaciones nadie ha dicho nada respecto a que Dickens fue en realidad más cercano a Scrooge que al sufrido Bob Cratchitt. 

Es tal el poder y la importancia de Cuento de Navidad, que la obra termina trascendiendo al tiempo e incluso a su autor mismo, al grado de volverlo invisible.  

A pesar de que en este caso se tendría el material necesario para hacerlo, resulta imposible cancelar algo tan grande.  Ello implicaría tener que prescindir de una parte de nuestra vida misma. 

Ese blindaje a los ataques de la moral en turno es propio del gran arte, y Cuento de Navidad por supuesto que lo es. 

Agustín Ortiz 

joseagustinortiz86@gmail.com

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