Aretha Franklin: El arte de no morir

Guillermo Briseño

Este ensayo fue publicado originalmente en el No. 5, octubre- diciembre de 2018 de
la revista Otros Diálogos del Colegio de México.

 

La presencia simbólica de Aretha Franklin hace pensar en cómo la esclavitud, el desarraigo, la discriminación y el destroncamiento cultural, con todas las miserias que los humanos son capaces de desatar sobre sus semejantes, se convierten en una erupción de vitalidad de signo contrario: florecen el talento y la capacidad de conmover. Es como si las fuerzas de la genética humana se agruparan para sobreponerse a la tragedia y apareciera el arte, algo que sobrecoge el alma, que se anuda en las gargantas y produce respeto, emulación, influencia y necesidad de presenciarlo, verlo, tocarlo, escucharlo una y otra vez durante la vida de las personas.

Aretha Franklin (Ree, para los suyos) —cantante, improvisadora, orquestadora, arreglista, compositora, pianista en el territorio del instinto que recoge lo que motiva e inspira— vive el privilegio relativo que es ser hija de un predicador, el reverendo Clarence Le Vaughn Franklin. Durante la esclavitud, los house niggers, sirvientes con acceso a la casa y a las actividades del amo, fueron los que aprendieron los himnos y, subrepticiamente, los acordes para acompañarlos en el piano y la guitarra. De ahí surgen los primeros predicadores negros, una vez que el amo decidió dejarlos solos el domingo de adoración, evitando así verlos exaltarse y ofrendar las glorias del cuerpo a la divinidad reverenciada. Al principio, los ministros religiosos eran blancos, pero una vez que ganó terreno la inevitable posibilidad de que los negros fueran considerados humanos, decidieron evangelizarlos, aunque muchos dudaran de que tuvieran alma. Los predicadores negros se convirtieron en personas muy respetadas por las comunidades correspondientes y eso se prolonga hasta nuestros días. De esa tradición se alimenta el reverendo C. L. Franklin y, con él y sus discos de góspel (James Cleveland, Clara Ward, Mahalia Jackson), las escrituras sagradas
predicadas y compartidas con la gente a través del canto. En este canto y en su acompañamiento el ritmo se balancea constante —como en un ritual africano o indígena en el que la reiteración es una invitación a entrar en estado de gracia, como en el vudú, la macumba, la santería o la música de los tzotziles mexicanos—, pero el canto mismo llega a niveles catárticos en sus dinámicas; es emocionante escucharlo y, por supuesto, cantarlo. En él se pone en juego la heredada fe en la salvación, e otro lado del río Jordán, orilla que no alcanzarían los esclavos sino con la muerte.
De allí viene Aretha Franklin, que nació en 1942 en Memphis, Tennessee, territorio del Ku Klux Klan, de tan encendida presencia en el gobierno estadounidense actual. Aretha emigró al norte, siguiendo los pasos de los muchos que la antecedieron y formaron los ghettos de las grandes ciudades industriales. No en balde se instaló con la familia en Detroit, Michigan, donde murió hace unos días, el 16 de agosto de este 2018.

Cabe anotar que al término de la guerra de secesión (1861-1865), y con la abolición de la esclavitud, los esclavos quedaron sin techo y sin trabajo. No fue sino hasta 1914, durante la Primera Guerra Mundial, cuando aparecieron anuncios que ofrecían trabajo en las fábricas del norte: “Un dólar a la semana. Se aceptan negros”, decían los periódicos. Esto, por supuesto, se incrementó en la Segunda Guerra Mundial. Los negros combatieron y trabajaron, y a la vez fueron creando su nuevo lenguaje de este lado del mar: el blues y sus transformaciones urbanas y regionales; la parte pagana sonaba en bares y burdeles; la mística, el góspel, en la iglesia y la familia.

Las cantantes de blues fueron las primeras en ser grabadas. Billy Holiday, Bessie Smith, Ma Rainey. Los varones tardaron un poco más: ahí están Charlie Patton, Son House, Robert Johnson. En el sur sucedía la gran música negra, hasta que Louis Armstrong se fue al norte y despertaron las conciencias que trataban de disimular su negritud. Hasta entonces, oían a Scott Joplin, a W. C. Handy. No fue sino un tiempo después cuando las fiestas de los trabajadores comenzaron a amenizarse con un pianista, o dos y hasta tres. Pete Johnson, Albert Ammons y Meade Lux Lewis son parte de esa tradición, la del boogie-woogie, blues sabroso en piano.

Aretha Franklin recoge todo eso, y no es la única. ¿Dónde dejaríamos a uno de sus inspiradores, Ray Charles, con quien la vi hacer un dueto alucinante cantando Spirit in The Dark en un programa de televisión en homenaje a Duke Ellington? Aretha, desde su infancia, conoció visitantes ilustres en casa: Mahalia Jackson, Martin Luther King, Art Tatum y Nat King Cole, el mismo Duke Ellington, Della Reese y Ella Fitzgerald, así como Dinah Washington. La hija del pastor Franklin tenía consejeros, maestros inspirados y mucho talento. Producto de ello es su primer disco, grabado a los catorce años: The Gospel Soul of Aretha Franklin. Pasaron muchos años, grabaciones, recitales, hasta que recibió una oferta de Atlantic Records. A través del productor, Jerry Wexler, la compañía disquera la encamina hacia la parte más expresiva de todo lo recibido y aprendido. Hubo una primera canción, que salió en disco sencillo y dio nombre al álbum: Never Loved A Man The Way I Love You, pieza que en México nunca sonó (la radio no se ocupaba de cosas que no fueran promovidas por el gusto de los blancos de Estados Unidos e Inglaterra: ahí estaban The Beatles, The Rolling Stones, Led Zepellin, The Cream y un número grande de bandas y solistas que atrapaban la atención del público y los programadores). Pero aquello crecía, y vino Jimi Hendrix, y también Janis Joplin, y tomaron un lugar más amplio los artistas negros promovidos por los ingleses que los admiraban. Los Rolling Stones exigían como abridores a B. B. King, a Muddy Waters, a Fats Domino, a Ike & Tina Turner. El joven James Brown cocinaba lo que más adelante llamaría funk. Todo eso, y más, pasaba. La sociedad estaba cargada de electricidad. Los Beatles habían producido Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club
Band. Los jóvenes norteamericanos empezaban a regresar a sus pueblos y barrios, no vivos y victoriosos, sino muertos y envueltos en bolsas de plástico. Eso detonó el antibelicismo, junto con la conciencia de algunos intelectuales y ciudadanos. Era la época de los hippies y las consignas de paz y amor y la liberación femenina, los poetas beat y su efecto en el ambiente (Ferlinghetti, Ginsberg, Kerouac, Bukowsky), Leonard Cohen, Joan Baez, Bob Dylan.

Y llegó 1967. Aretha Franklin apareció en las listas de popularidad en un lugar preponderante. Por ello, aquí en México, en un programa llamado El Hit Parade de los Estados Unidos, que pasaba en Radio Capital los domingos en la noche, creo que a las diez, un día de ésos sonó Respect. Fue lo primero que escuché de ella. Pero, con la emoción despierta, busqué y me hice del disco previo, Never Loved A Man The Way I Love You, y luego de Aretha Arrives y después de Lady Soul. Hay muchos otros, con piezas estremecedoras, estimulantes, pero en esos primeros álbumes se
siente la presencia de algo: ella, que es parte del gran movimiento de la época y es a la vez extraordinariamente peculiar e intensa. Los jóvenes del mundo, mal que bien conectado por el capitalismo de la época, se adueñaron de su imagen, dejaron de ser aspirantes a señores y señoras con vestimenta, peinado y gustos obedientes a la parte conservadora de la sociedad, y cruzaron una frontera presente pero desconocida. No era lo mismo Clark Gable que James Dean, o Frank Sinatra que Elvis Presley. El 68, que hoy cumple 50 años, en la música de los nuevos jóvenes de entonces se adelantó, comenzó antes. Se puede pensar que la liberalización del pensamiento que recibió represión y admiración en sus primeros pasos en las universidades del mundo necesitaba símbolos. Por ejemplo, la canción Respect fue compuesta y grabada por Otis Redding, otro miembro de la comunidad de artistas negros, muy destacado y conmovedor, muerto en un accidente aéreo en 1967. En su visión y expresión natural de la canción se oye a un varón que pide respeto a su compañera, buen trato al llegar a casa, porque finalmente él trae el sustento (vayan ustedes a saber qué opinaba de eso su compañera). Pero en 1967, en medio del 68 adelantado,
aparece la versión de Aretha Franklin, la hija del predicador, y es ahora una dama la que exige respeto y, cuando lo dice, cuando lo canta, la música soul de la época hizo un gesto de solidez, de congruencia con la historia de la que viene y con la que se para ante el conflicto social contemporáneo. Un poquito de respeto, aunque sea un poquito, dice el coro de ángeles que la acompaña y que se da vuelo con un inolvidable suck it to me repetido como rasgueando, percutiendo una idea. En la pieza se cumplen los rigores de precisión, afinación e interpretación, pero, además, suena en una modulación inesperada un solo de sax tenor de King Curtis (asesinado
en Nueva York en 1971) que nos hace saber cómo suena un soul sax —una corriente estilística que algunos cultivan en sax alto, otros en soprano, y que sigue viva hasta nuestros días. El sax canta como Aretha.

Muchos de los músicos —instrumentistas inmersos, como ella, en esa atmósfera de relativa sublevación— aportaron formas de tocar antes no usadas. El bajo, la batería, la guitarra, así como el sax, el piano, la voz y los coros se transformaron. Tomó su lugar el swing de la música del alma, catalizando las reuniones en las que el sistema político-económico-cultural es interpelado. Aretha Franklin no cantaba letras decididamente políticas, pero su historia y condición de mujer negra de grandes dones la hace uno de los símbolos culturales de la época. En todo caso, la realidad muestra que la música, las canciones, acompañan, reflejan, proponen, fantasean con las circunstancias que vivimos los humanos; pero, también, que en cualquier emergencia una tonadilla, un arrullo, se puede convertir en canto de guerra.

1968 es un dardo clavado en el calendario; es un clímax, una crisis sistémica en la que los jóvenes quisieron tomar las riendas de su destino en varios lugares del mundo. En México, muchos terminaron muertos en la Plaza de las Tres Culturas del Tlatelolco ancestral.

Aretha Franklin es un símbolo vivo de todo eso porque fue capaz de tomar las riendas de lo suyo y, a pesar de todo lo adverso, no morir. Durante los siguientes 50 años ocupó el lugar de leyenda presente cada vez que fue requerida para alabar a la vida y a la muerte, a la dignidad y emancipación de los suyos y de nosotros, todas y todos. Por ello cantó en el funeral de Martin Luther King y en la toma de posesión de Barack Obama, primer presidente negro de su país. Lady Soul cantó hasta que su cuerpo necesitó callar. Queda una montaña de música y significados tras su paso.

Más tarde subiré a mi auto y sonará Aretha Franklin, mi querida Ree. Lástima que ya no esté mi madre para gritar desde cualquier parte de la casa: “¡Ay, pero ¿por qué grita tanto esa mujer?!”.

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