La maldición de Babel
Miguel Campos Ramos
Minucias del idioma
El mito referente a la torre de Babel (nombre bíblico de Babilonia) habla de que la soberbia hizo presa de los descendientes de Noé, al grado de que decidieron construir una torre que llegara hasta el cielo. Pero esto enojó a Dios, quien, en represalia, no sólo hizo que la torre se derruyera sino además provocó que quienes participaron en tamaña osadía perdieran toda posibilidad de comunicarse mediante un mismo idioma, y de repente todos los hombres hablaron diversas lenguas, todas incomprensibles entre sí. (De pasada, este mito intenta explicar, muy incorrectamente por cierto, la existencia de toda una diversidad de idiomas en el mundo.)
Pero más allá del mito o de la falsedad científica para explicar la diversidad de idiomas, lo cierto es que hoy, pese al auge de los medios de comunicación, personales y masivos, parece que estamos siendo presas, nosotros, los hombres y mujeres de este siglo, de este milenio, de lo que bien podemos llamar “la maldición de Babel”.
Es un curioso y por lo mismo interesante fenómeno de confusión lingüística que ha generado, paradójicamente, la incomunicación.
El proceso va desde lo más simple hasta lo más complejo.
Desde los adolescentes que hoy usan para todo y con cualquier pretexto la palabra “güey”: a veces como sustantivo: “Ahi (sic) viene ese güey”; otras como adjetivo: “Eres un güey”; y otras como exclamación de admiración: “Ay, güey”.
Pasando por las traducciones erróneas, como “suceso” por “éxito”, sólo porque el traductor o encargado del doblaje de una película norteamericana escuchó “success” y le pareció que era “suceso” por no tomarse la molestia de revisar un diccionario y descubrir que en inglés “success” significa “éxito”, no “suceso”. Por eso cuando se habla de que “el concierto de ayer fue todo un suceso”, quieren decir en realidad que “fue todo un éxito”. Igual ocurre con “aggressive”, palabra que en inglés significa “audaz”, “dinámico”, “emprendedor”, “creativo”, y también “agresivo”, y que ha dado lugar a estupideces como: “La política debe ser más agresiva” (¿más?), cuando en realidad quieren decir: “más dinámica, audaz”, incluso “más imaginativa”.
Hasta la posibilidad de que, si en publicidad se habla de “bombardear con anuncios comerciales”, no faltará quien oiga mal, fuera del contexto publicitario, y entienda que “alguien habló de bombardear”, naturalmente con bombas.
Si a esto agregamos que mientras unos hablan el idioma como Dios les da a entender, y otros (muchísimos políticos y “comunicadores” incluidos) creen que están en lo correcto, quienes nos preocupamos un poco por usarlo con la mayor propiedad estamos acabando por no entendernos con aquellos. Por poner un par de casos: la palabra “anafe” (forma correcta) está siendo usada ya de un modo cada vez más generalizado como “anafre”; o bien “monstruo” (forma correcta) está degenerando en “mounstro”. El riesgo es que alguien llegue a creer que el “anafe” es de un modo, y el “anafre”, de otro; igual que un “mounstro” es otro tipo de “monstruo”. Como aquella torpe “maestra” que en la escuela de Medicina de la entonces sólo Universidad Autónoma de Puebla decía que en su materia (un laboratorio, ya no recuerdo de qué) se escribía “difinición”, con “i”, no “definición”, con “e”, como todo mundo creía. Hágame usted favor, amable lector.
Volviendo a nuestro tema, todo lo anterior demuestra el grado de confusión a que estamos llegando en materia idiomática, y advierte de los riesgos que corremos ante esta “maldición de Babel”.
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