Lo que la arquitectura nos dice sobre el sentir de su época

LA CAVERNA 

MIGUEL CAMPOS QUIROZ 

 

 

Muchos siglos han pasado desde que la arquitectura nos contaba historias maravillosas. Cuando contemplar el arte contenido en los muros y fachadas tanto de iglesias como de edificios civiles, era como abrir un libro de fantasía. 

En una catedral gótica medieval, por ejemplo, además de toda la iconografía teológica en ella contenida (y la cual merece su propio análisis), uno podía ver en las esculturas, pinturas y bajorrelieves de sus paredes, toda clase de seres fabulosos rodeados por adornos que simulaban vegetación. Aquellos muros eran auténticos bestiarios en los que se podían ver quimeras, grifos, basiliscos, esfinges, dragones, unicornios, mantícoras, aves fénix, etc., así como representaciones de flores, árboles, enredaderas, objetos celestes, geometrías, y todo tipo de motivos ornamentales que no dejaban espacios vacíos (lo que luego tendría una influencia en el Barroco). Era como ver un bosque encantado petrificado, un eco de los mitos antiguos, en el que la piedra nos narraba cuentos de épocas aún más remotas en las que el mundo mismo era un lugar encantado. 

Desde luego, todo ello pertenece a una época que la historiografía actual, oficial y aceptada, considera como oscurantista 

Y, sin embargo, todo ese arte en la piedra que formaba parte integral de la arquitectura nos habla también de algo que hemos perdido hoy, de una sensibilidad que se ha desvanecido y que ha sido sustituida por un minimalismo deprimente, que a la vez refleja el espíritu decadente y nihilista de nuestra época, y el cual se ha apoderado hasta de nuestro gusto estético (si es que aún queda alguno). 

Y es que, en verdad, el arte de una época siempre refleja la esencia del sentir de la misma, su concepción de la vida y del mundo. Y si algo puede decirse de la Edad Media, si algo nos muestra de ella su arte (como su ciencia y su filosofía), es que fue todo menos oscurantista. 

Así lo atestigua la concepción misma que se tenía de la Luz, expresada en el colorido y luminosidad de los rosetones que formaban parte integral de la arquitectura de las grandes catedrales, y que era un reflejo de la profunda espiritualidad de esos años. Lo atestigua asimismo todo el arte arriba mencionado, que demuestra que aquella fue una época de fecunda imaginación, la cual hoy nos falta. 

Lo cierto es que la arquitectura de todos los siglos pasados anteriores a la modernidad (como todas sus otras artes), y en especial la del medioevo, nos muestran que quienes en ellos vivieron tenían los ojos puestos en la trascendencia y en la belleza, y que, en su concepción, el mundo, el universo y la naturaleza, eran algo tan misterioso como divino. 

Cuando llegó la modernidad, parte de ese misterio se perdió, y los racionalistas consideraron que podían explicarlo todo sin necesidad de lo mágico ni lo divino. Curiosamente, ello repercutió en lo moral, y esa modernidad trajo consigo una edad verdaderamente oscurantista que irónicamente fue llamada el iluminismo, el cual trajo consigo horrores más terribles que las gárgolas y otros monstruos nacidos de la imaginación hiperexaltada, exquisita y fantástica de los medievales. 

Y todo ello se reflejó en la arquitectura, que se volvió con los años, las décadas y los siglos, más sobria (algunos consideramos que aburrida). Las ciudades se llenaron de edificios sin adornos, sin gracia y sin magia. 

En la novela Momo, de Michael Ende, la ciudad en que tiene lugar el relato empieza a volverse fría y gris (por obra de los hombres grises), justo cuando ésta empieza a llenarse de bloques de edificios que se ven todos iguales, construidos en serie, oscuros, y que parecen cubos o cajones que de alguna manera nos recuerdan a los bloques de edificios de la era soviética, los cuales en sí mismos transmiten una sensación opresiva, amenazante, hostil (y que además fueron construidos para transmitir eso). 

Pero en general, la arquitectura de nuestras ciudades hipermodernas, que crecen de manera desmedida, resulta cada vez más carente de espíritu, a la vez que menos habitable, carente de esa vida que antes le infundía el arte y que caracterizó a las construcciones de todas las épocas pasadas, antes de que éstas pasaran a ser en la nuestra algo meramente funcional que privilegia la utilidad por sobre la estética. 

Un hecho es innegable, y es que ambas formas de arquitectura comunican algo. La una nos comunica el misterio del mundo, su trascendencia, su belleza que no se agota con las formas naturales conocidas, sino que imagina otras nuevas, las crea. La otra, nuestra actual arquitectura moderna, comunica el vacío de nuestro tiempo, el vacío moral, existencial y de significado, el vacío de la imaginación; en una palabra, la nada. 

Cuando la humanidad haya desaparecido y lleguen los extraterrestres, al hallar nuestras ciudades, sus arqueólogos sólo encontrarán el primer tipo de arquitectura, que justo por expresar lo trascendente, fue hecha en piedra para durar por los siglos de los siglos. Nuestros edificios actuales estarán en ruinas y hechos polvo, pues como arquitectura efímera que son (como todo lo que fabricamos hoy), el tiempo hará sus estragos en ellos y se desvanecerán en la nada que ellos mismos expresan y reflejan, si no es que mucho antes son derribados por las mismas empresas constructoras que los proyectaron para edificar en su lugar otros nuevos, o por algún gobierno que quiera borrar todo lo que hizo alguno anterior, y así con todo lo demás. 

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