Los centros históricos y su problemática patrimonial

Laurence Le Bouhellec 

 

 

La construcción histórica de la noción de patrimonio 

Se suele asociar con Italia y el periodo del Renacimiento, el punto de origen del desarrollo histórico de la noción de patrimonio en el pensamiento occidental: a la par del redescubrimiento de los textos greco-romanos, surge un fuerte interés por el arte antiguo, en particular por la arquitectura y la estatuaria. De ahí que la ciudad de Roma se convierte rápidamente en el destino imprescindible de cierta élite europea, atraída por su excepcional concentración de vestigios. Poco a poco, el interés de aquellos primeros turistas se extiende a otros regiones italianas y ciudades de Europa del oeste, y, muy pronto, será acompañado por la publicación de las primeras guías de viaje que señalan edificios asociados al prestigio e historia de las ciudades descritas. Pero es el siglo XVIII el que consagra la aprehensión patrimonial de las construcciones culturales del pasado, a raíz de dos sucesos mayores que lo caracterizan: por un lado, el inicio de las excavaciones arqueológicas en las antiguas ciudades romanas de Herculano y su vecina Pompeya, sepultadas bajo las cenizas arrojadas por la erupción del Vesubio en el 79 d. C; por otro lado, la revolución francesa, iniciada en 1789, y las sistemáticas destrucciones de bienes que acompañan el proceso de cambio de régimen político, justificadas todas ellas en nombre de la necesaria eliminación de los símbolos del antiguo régimen. No ha pasado ni un año para que en otoño 1790 se levanten las primeras voces solicitando la conservación de ciertos tipos de bienes artísticos y arquitectónicos en nombre de un “patrimonio nacional”. El nacimiento de la noción se inscribe entonces en una dimensión cronológica precisa, dejando muy en claro que el patrimonio solamente existe para quien lo considera tal, en un determinado momento, en un determinado lugar. Dicho en otros términos, lo que consideramos en el día de hoy como algo digno de valor patrimonial, no siempre ha contado con semejante distinción y la puede perder el día de mañana. 

 

La construcción histórica de la noción de patrimonio de la humanidad 

Si el siglo XVIII consagra el nacimiento de la noción de patrimonio nacional, consagra también la apertura de los recintos museales en el sentido moderno del término: en 1753 abre sus puertas el British Museum en la capital británica; unas décadas después, en 1793, el Louvre, en la capital francesa. Tanto británicos como franceses se han distinguido por incrementar las colecciones de sus museos por medio del pillaje, saqueo o confiscación. Sin embargo, las propuestas museográficas de sus respectivos museos públicos poniendo en exhibición objetos adquiridos muchas veces de manera ilegal, como parte de la autoritaria política del vencedor, fueron al origen del surgimiento de la idea de un patrimonio común a todos los hombres, independientemente de su origen. Las piezas expuestas -los frisos del Partenón en el British Museum, o las esfinges del Louvre, por ejemplo- valoradas y admiradas, ya no pertenecen al patrimonio de una nación o de un pueblo, sino a toda la humanidad. Con la noción de patrimonio de la humanidad, la noción de patrimonio deja de relacionarse de manera privilegiada con la identidad nacional. Sin embargo, y nuevamente como consecuencia directa de una serie de episodios trágicos en la turbulenta historia de nuestro planeta Tierra, no es hasta 1972 cuando en la conferencia general de la UNESCO se adopta la Convención sobre Protección del Patrimonio Cultural Mundial y Natural. Posteriormente, en 1978, aparece la lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad con los primeros doce sitios inscritos. El Parque Nacional de Nahanni, en Canadá, la catedral de Aquisgrán, en Alemania, o la ciudad de Quito, en Ecuador, figuran entre los primeros sitios distinguidos. Las diferencias existentes entre ellos evidencian que los contornos de la noción de patrimonio son flexibles, ya que dependen del reconocimiento colectivo atribuido a un fenómeno histórico específico. Por otra parte, si la actividad turística es un elemento central en la valoración de los sitios, su desarrollo incontrolado, puntualmente asociado con la expansión urbana, puede convertirse en una verdadera amenaza para la conservación de bienes patrimoniales, más aún cuando se trata de los centros históricos de las ciudades. 

 

La construcción histórica de la noción de patrimonio histórico 

Como todas las demás nociones asociadas con la valoración del pasado, la noción urbana de centro histórico es relativamente reciente: se consolida en el siglo XIX, un siglo marcado por la revolución industrial y, por ende, masivas migraciones de poblaciones que abandonan el campo por la ciudad y sus promesas de progreso. So pretexto de modernizar y embellecer, se realizan destrucciones de grandes envergaduras en centros urbanos europeos. Probablemente ningunas tan radicales como las que fueron impuestas a la capital francesa en tiempos del Segundo Imperio, por Georges Eugène Haussmann, entre 1853 y 1870. Luce tan irreconocible la ciudad, que las opiniones siguen divididas en relación con aquel desmesurado cambio de fisionomía urbana que pretendió acabar con la mayor parte de los signos de su pasado. Sin embargo, habrá que esperar el siglo XX para que aparezca la noción de patrimonio histórico, etiquetando determinados edificios con valor patrimonial como monumentos históricos con el objetivo de salvarlos de la destrucción. Al conjunto de monumentos históricos agrupados en la parte más antigua de la ciudad se le otorgará la denominación de centro histórico y, tomando en cuenta las implacables destrucciones promovidas en nombre del progreso, se pretenderá, eventualmente, alzarlos a la categoría de patrimonio nacional o patrimonio de la humanidad. En 1987, por ejemplo, tanto el centro histórico de la ciudad de México, como el centro histórico de la ciudad de Puebla, fueron reconocidos por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Sin embargo, a diferencia de otros tipos de bienes patrimoniales congelados en un tiempo muerto, los centros históricos sufren necesariamente del continuo deterioro causado por el paso de un tiempo vivo asociado con las múltiples actividades que sus habitantes llevan a cabo día con día, y no a causa de su nivel socioeconómico, como se suele sugerir.  

La problemática relacionada con la valoración de los bienes patrimoniales en el caso de los centros históricos queda abierta: en efecto, ¿cómo articular el pasado con el presente? Además, y por cuestiones tanto económicas como de atribución de valor simbólico con base en ciertos tipos de criterios, el interés centrado en la preservación y conservación de algunos edificios, necesariamente se hace en detrimento de otros: ¿cómo asegurar, por lo tanto, que no nos arrepentiremos a mediano o largo plazo de la elección realizada? Por último, en la economía cultural capitalista los bienes patrimoniales quedan asociados necesariamente con la posibilidad de poder generar grandes ingresos, debido al turismo. ¿No estamos, entonces, pervirtiendo la vocación inicial del centro histórico de una ciudad, desvirtuando los objetivos originales de su patrimonio edificado, al desplazar sus poblaciones legítimas para dar espacio y cabida a actividades de esparcimiento turístico-cultural? 

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