Un lector singular
Miguel Campos Ramos
(Cuento)
Ahí está de nuevo, como todas las noches, según me han dicho, llegado sólo Dios sabe de dónde, cargando su puesto ambulante de semillitas de calabaza y huesitos de capulín, detenido frente a la vidriera del restorán de este hotel, como esos mendigos que se apostan para causar lástima a los comensales mirándolos con esa depurada expresión de languidez y hambre mientras cargan un pequeño niño de cara mugrosa y andrajos, pero este anciano no, en vez de eso ya sacó un libro, lo abre amoroso, o al menos tal es mi impresión, le pasa con mucho cuidado unas hojas y clava la vista en sus palabras, indiferente a su alrededor, sólo distrayéndose cuando alguien se acerca a comprarle su mercancía, igual que todas las noches, según me cuentan los empleados del hotel, ahí se la pasa, lee y lee, durante todo el tiempo que permanece, lo cual no deja de asombrarme, igual que se han asombrado muchos clientes al enterarse y preguntarse qué leerá con tanto interés que parece como si se apartara del mundo, como debe de ser la lectura, pienso emocionado, yo, que asisto a esta ciudad precisamente a uno más de los “congresos” para discutir la “problemática (sic) de la lectura y del libro”, según reza la convocatoria, y de inmediato también deseo saber qué lee este hombre tan singular que lleva muchas noches haciendo lo mismo, acaso años, apuntan otros empleados cuando les pregunto acerca de él, ya que ni nos acordamos, me han dicho, sólo de pronto se aparece ahí, frente al cristal, y hace lo mismo de siempre, poner su puesto, sacar su libro y leer, leer y leer, como debiéramos de hacer todos, me digo con el entusiasmo que provoca conocer a alguien que es objeto del tema que a uno le interesa, y me reitero la decisión de acercármele, para hacer lo mismo que han hecho muchos también interesados en él, tal como me informan los meseros, ver qué lee con tal avidez, y así lo hago en cuanto concluimos la cena, con el fingido pretexto de saborear unas deliciosas semillitas de calabaza o unos huesitos de capulín, y llegó hasta él, algo intimidado por lo que esta acción implica, y titubeante le pregunto cuánto cuestan sus productos, a lo que responde sin verme que a peso la medida, en tanto afanosamente busco el título del libro, que parece ya viejo, aunque sin conseguirlo pues tiene un forro de cartoncillo, y me quedo con la duda, lo que me obliga a imaginarme, no sin cierta presunción por creerme lector de muchas obras, de acuerdo con las características físicas, de qué libro se tratará, aunque en vano, pues pese a mis conjeturas no consigo saberlo, lo que al fin de cuentas es lo de menos pues de repente, al ver el rostro del hombre, me intereso en conocer otra cosa, y es que al mirarlo de cerca mi asombro no tiene límite, se trata de un rostro muy marchito y de un cuerpo encorvado y lánguido que contrastan con la intensidad de su lectura, y entonces, no antes de algunos segundos de observarlo mientras me da el cambio del billete, me atrevo a preguntarle su edad, lo que provoca en él un gesto que me parece indulgente, cargado de sabiduría, como si me considerara con lástima, y sólo repone con débil voz “Uy, joven, muchos”, y agrega con un suspiro nostálgico “muchos”, causando que me repliegue y regrese al hotel con mis compañeros congresistas, dispuesto a revelarles emocionado lo que he visto y lo que hablé con este anciano que irónicamente acaba de darme una lección, la de que para leer no hacen falta congresos sino voluntad y ganas de disfrutar el placer de las palabras, el deleite de una historia bien urdida y organizada, el atractivo de unos personajes que conmuevan, el interés de unas escenas que hagan palparlas, en fin, aunque en realidad todo esto no son sino conjeturas pues, en lo que atañe a este singular lector, me he quedado con las ganas de saber qué lee todas las noches.
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