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Hopper: el pincel como cámara

CINE 

Agustín Ortiz 

 

 

 

“Cuando no estoy con humor para pintar, me voy al cine por una o dos semanas” 

Edward Hopper 

 

 

Un hombre solitario llamando por teléfono desesperadamente en una gasolinera a mitad de la carretera. Una mujer, con la cabeza baja, viendo a la mesa como si fuera un infinito. Una puerta que más que llevar a la playa lleva al océano. Una pareja de comediantes despidiéndose con una sonrisa que uno no sabe si es real o parte del maquillaje. 

Más que pinturas, escenas como postales que observamos desde un voyeurismo expectante de si algo ocurrió u ocurrirá. 

Ese limbo que es vivir. 

Y todas (además de muchas más) pertenecen a un solo hombre. 

A una sola mirada. 

La de Edward Hopper. 

Hopper (1882-1967) fue muchas cosas: solitario, depresivo, fan confeso de los filmes policiacos, pésimo marido (de ese lado desagradable se encarga la especialista Gail Levin en la fascinante Edward Hopper: An Intimate Biography), protagonista de sólo una exhibición individual en vida cuando ya rondaba la cuarentena y, sobre todo, uno de los retratistas más sublimes que ha tenido el lienzo, dueño de una mirada melancólica que parecía retratar no a personas o situaciones sino a América. 

Una mirada que continúa sintiéndose más real con el paso de los años. 

Y lo que él observaba era lo mismo que en su época observaban John Ford, Leo McCarey, Frank Capra, Joseph L. Mankiewicz (Hopper adoraba su All about eve. “¿Y qué?” le espetó su protagonista Bette Davis cuando Hopper le confesó su fanatismo) y demás maestros del séptimo arte al buscar retratar una América que venía tanto de la resaca de la Gran Depresión como de una Segunda Guerra Mundial que había terminado de forjarle su identidad. Lo que Hopper retrataba en su lienzo era desde el vamos algo más cercano a una escena de cine que a un simple cuadro: escenas, sí, pero donde la pintura las plasmaba más como un “acción” que como meros trazos. 

Y lo que veía permanece. 

Uno ve clásicos como Gigante, Lejos del Cielo, Matar a un ruiseñor, La noche del Cazador y The End of Violence (entre otros) y se da cuenta de que pocas veces un pintor ha influido tanto en nuestra manera de ver cine. 

En otro arte. 

Donde la pantalla se vuelve lienzo. 

Y es en tiempos de la ansiedad del siglo XXI, donde la incertidumbre se convierte en acompañante en nuestro día a día, que uno ve y vuelve a ver esas imágenes encontrándose en ellas, pero también recordándolo como el autor de una obra en especial que se ha quedado tatuada en el alma de quien la ve, que ha sido desde parodiada en Los Simpsons hasta homenajeada en un sinnúmero de cintas y series, cuya soledad nos invita e identifica a todos aquellos que vemos lo que el vio antes. 

Cuenta Levin que, a principios de los años 40, bloqueado y hastiado, Hopper se encontraba frente a un lienzo sin saber qué poner en él, cuando recordó un cuento que había leído hacía dos décadas, uno enigmático donde la violencia apenas se sugería y donde una cafetería se convertía en un limbo. 

Y lo pintó. 

¿El nombre de ese cuento? Los asesinos de Ernest Hemighway, que al adaptarse al cine con un formidable Burt Lancaster como protagonista ayudó a cimentar el llamado cine noir y esa estética que asombraba, pero pensándola mejor uno se da cuenta de no era nada nuevo. 

Hopper ya lo había contado. 

O más bien pintado. 

Y lo llamó Nocturnos (Nighthawks). 

Ya saben: una mujer junto a un hombre, otro de espaldas y el encargado tras la barra de un bar, vistos desde una noche donde al mismo tiempo algo ocurrió y todo puede ocurrir. 

Y nunca lo nocturnal e insomne, lo solitario y lo esperanzado, se radiografió, pintó y se vio mejor. 

Nunca una obra se sintió tan real. 

Tan eterna como esa noche. 

 

 

 

joseagustinortiz86@gmail.com

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