El problema de la Guerra considerado desde una perspectiva atemporal y filosófica

No se pretende en el presente artículo indagar el origen de la guerra desde un punto de vista histórico, y por ello, el título indica que se considerará el problema desde una perspectiva atemporal, y más bien filosófica, sobre el origen de este problema humano que es un tema tan actual, pero a la vez tan universal.  

Resulta imposible determinar cuándo se dio el primer enfrentamiento armado entre dos (o más) bandos, ni tampoco podemos saber cómo fue, ni cuál fue la razón. Sólo pueden hacerse suposiciones antropológicas basadas en las débiles observaciones de una ciencia moderna que no da nada por hecho, y que por lo menos en este terreno, todas serán por el momento meras hipótesis provisionales. Y si nos remontamos más allá de esta ciencia histórica basada en “evidencias materiales”, llegaremos a tiempos míticos, donde los titanes y los Dioses luchaban por el poder en la Tierra, y donde las guerras se desarrollaban en los cielos. En conclusión, no tenemos forma de saber a ciencia cierta cuándo se originó la guerra, ni en dónde, ni cómo, ni cuál fue el motivo que la originó. 

Lo que sí podemos saber es que hay una condición necesaria para que exista el enfrentamiento, y esa condición es: oposición. Y para que exista oposición se necesitan dos términos contrarios y enfrentados en una relación dialéctica. 

La filosofía china nos habla del Tao, el cual, como un Todo, está sin embargo manifestado en dos principios contrarios y a la vez complementarios: Yin y Yang. Tales principios están en eterna lucha y tensión, y esa lucha a su vez mantiene en funcionamiento el Universo. Luego entonces, para que haya lucha se necesita dualidad. Sin embargo, la filosofía Vedanta nos dice que la dualidad es una ilusión de nuestra mente y de nuestros sentidos, originada por la tendencia de nuestro principio pensante a conceptualizar las cosas. Según esa filosofía, la verdadera Realidad es no-dual (advaita), una Unidad perfecta e indivisible, y es nuestra mente con sus conceptos la que crea la ilusión de la dualidad. Luego entonces, siguiendo tal línea de pensamiento, llegamos a la lógica consecuencia de que la dualidad, la oposición, el enfrentamiento, y por lo tanto la guerra, tienen su origen en la mente del hombre, en la distinción de lo tuyo y lo mío, de lo que me gusta y lo que no me gusta, de hombre y mujer, de buenos y malos, de lo bello y lo feo, de lo nacional y lo extranjero. 

¿Cuándo entonces fue la primera guerra entre los hombres? No lo podemos saber, pero sí podemos suponer que fue en algún momento cuando adquirimos la mente, la consciencia de ser quienes somos, de ser distintos de nuestros semejantes, de ser individuos separados de nuestro prójimo, y de tener intereses distintos a los de él, incluso intereses enfrentados.  

Se dice que antes de que el hombre adquiriera esta consciencia dualizadora, se percibía a sí mismo como una Unidad con el universo, con su entorno, y con sus semejantes, y en consecuencia, vivía en paz y en armonía con todos y con todo. Se dice también que ésa fue la famosa Edad de Oro de la que hablan prácticamente todas las grandes tradiciones, religiones y mitos del mundo, así como las alegorías de Platón, e incluso Cervantes le dedica un discurso a dicha Edad en boca del idealista Don Quijote en el capítulo XI de su gran novela. Pero un día abrimos los ojos, nos hicimos conscientes de los binomios, del bien y del mal, de ser hombres y mujeres, de lo privado y de lo público, de querer esto y no lo contrario, etc., y perdimos así el paraíso, terminando de tal modo la edad dorada. Nacieron las dualidades, y con ello la lucha y la oposición: la guerra (y, diría Don Quijote, también los “caballeros andantes”, para defender la justicia que antes de eso no necesitaba ser defendida). 

Y aquí se preguntará el lector ¿De qué sirve hacerse estas reflexiones, por demás “bizantinas”, en esta época en la que la guerra es un problema muy real, un peligro latente y muy material, que está cobrando tantas vidas allá en el viejo continente y en otras tantas partes? ¿Acaso estas divagaciones aportan alguna solución real para superar esta lamentable realidad a la que estamos asistiendo en estos momentos de nuestra historia? 

Quien escribe estas líneas está convencido de que recuperar una visión del hombre como una Unidad inseparable e indivisible, muy propia de las concepciones filosóficas del Oriente, puede ayudarnos a trascender muchas barreras de incomprensión con miras a percibirnos como unidos más allá de la aparente separación que nos proveen las barreras idiomáticas, religiosas, étnicas, ideológicas, nacionales, etc. No se trata de volvernos relativistas morales, ni tampoco de que necesariamente desaparezcan nuestras distinciones e individualidades que nos hacen únicos como seres humanos con identidad propia. Se trata sencillamente de que nos reconozcamos, conscientemente y con todo y esas distinciones, como una familia humana, como una unidad fundamental. En otras palabras, como una Fraternidad humana que reconozca la hermandad de todos los hombres a pesar de sus diferencias, y siendo la razón y el discernimiento el que determine quién tiene la razón, quién está en lo correcto, y no la guerra. 

Tal vez si empezamos a pensar así, no se logrará acabar definitivamente con este mal en el corto plazo, ni mucho menos resolver la presente guerra, ya en desarrollo; pero se habrá plantado una semilla para el futuro.  

 

 

Miguel Campos Quiroz 

camposquirozmiguel@gmail.com 

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