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Historia de intramuros: Museo Carolino

Fotografía: Corredor interno del Edificio Carolino / Imagen: Vicerrectoría de Extensión y Difusión de la Cultura BUAP / Colección: cuatro siglos de educación en Puebla/ Julio 2019

 

Erigido en el Siglo XVI, el Edificio Carolino resguarda entre sus muros, paredones, escaleras, arcos, e imponentes bóvedas, la historia y el arte arquitectónicos representativos de la educación poblana. Un recinto magno edificado al costado de una de las iglesias más hermosas y emblemáticas de la católica capital, de la ciudad de los ángeles, la Iglesia de la Compañía de Jesús, ofrece una colección de sombras y luces que permiten entrever el arrojo de los pensamientos y las reflexiones jesuitas que se suscitaron en sus tres patios.   

La retórica, la ciencia, la filosofía y la teología emanaban como el agua de la fuente de su patio más próximo a la escalera bifurcada; el arte pictórico y el entramado de arcos, bóvedas y corredores cobijan los ecos que aún rebotan entre sus paredones largos, sinuosos e interminables. Son ecos de un ayer y de un mañana, son ruidos ancestrales de incesantes introspecciones monásticas pronunciadas en voz baja, de cavilaciones conventuales, de explicaciones que rebosan de fe al tiempo que guiñan el ojo a la duda y la razón cientificista de los siglos venideros.  

La vegetación de su patio central evoca con aguda profundidad la vida espiritual y el recogimiento del claustro, la contemplación de la naturaleza atrapada para dar sustento a los estudiosos jesuitas, así como la laboriosidad y la entrega de los agricultores religiosos que tomaban los cítricos, los higos y las semillas de sus huertos.  

Las habitaciones poseen un eco singular; es un sonido hueco y amplio que rebota de cada celda, de cada recoveco de los grandes tabiques sacros; es un eco resultante de la mezcla de los murmullos y los zapatos que recorren los pastillos; es un espectro sonoro de pisadas y murmullos, de voces al oído habladas en latín, de zapateos suaves y constantes; ese sonido de la suela del zapato tallada rítmicamente contra el suelo de piedra pulida por los años, también se escucha en la actualidad.  

Hay un vientecillo que dibuja discretos rasguños en las mejillas de los visitantes; es un viento lento y gélido, persistente y discreto que sólo es posible percibir caminando tan lento como lo hacían los frailes. Es un viento que habla, que guarda la crónica del monasterio; ese viento aún tiene en la memoria las máximas en latín, los epígrafes griegos, los prólogos del catecismo, los cantos a una voz honda y grave, los olores a tela, cera ardiente, papel y tinta china. 

Ese viento que no puede entrar del exterior por los anchos paredones, es un viento que habita ahí, que no ha muerto a pesar de los siglos; es el viento que no cede, no da tregua, no se rinde. Lleva entre sus partículas el vaho de las oraciones, los aromas de las especias de la cocina, los olores que emanan de las plantas, del agua, de la humedad de las piedras, de la brisa que rebota de las lluvias sobre los tres patios. 

 

Eduardo Pineda  

ep293868@gmail.com  

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