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La Catrina de la Libertad

Un cráneo carente de cubierta carnosa, era un solo hueso firme, duro y sobreviviente de un muerto no muerto. Una huesuda de mirada firme, calavera deambulante de dientes inciertamente sonrientes, según la pedagogía de ciertas culturas prehispánicas.

Algo insinuó al respecto Bernal Díaz del Castillo en la página 176 de su “Historia de la conquista de la Nueva España”. Lo cierto es que los muertos nunca mueren y respiran mejor que nosotros, según advierte la tradición mexicana.

La muerte es un germen de vida, añadiría Salvador Elizondo, pues la muerte, camina. Emigra. Tan presente en los pasos traseros de nuestros cómodos e inquietos pies, como sombra perenne y, así, sentimos su presencia, como olvidamos nuestras ausencias.

La muerte es una fiel compañera, como la del catrín que se acompaña con su pomposa catrina. Una catrina esbelta, también, y poblanamente inventada en 1701, según consta en un estudio de la investigadora Guadalupe Ríos de la Torre. Cual mujer de lágrimas que gozan de una eternidad, la catrina es un ánima que visita a los suyos, estén donde habiten.

Hoy la vemos migrando igual en Colonia (Alemania), como en Tokio, McAllen o Nueva York. Vaga catrina impregnada de recuerdos y sueños imposibles de despertar en campos santos, y otros que no lo son tanto. Con una diadema de cempasúchil tan brillante como un ocaso y aterciopelada como el amanecer (secreto) de un otoño callado.

Recién despertada con sabor a sudor. A sal. O con sabor a azúcar, como calaverita sin nombre en la frente.
¿Qué hace un catrina deambulando en Nueva York?, caminando por Brooklyn, sabedora que cada camellón le pertenece. Donde florece el cempasúchil como un camino amarillo que siempre llama a un no retorno. La avenida Atlantic da cuenta del rumor. Así como ciertos prados de Queens y la calle 52.

Quién lo dijera. La Catrina dibujada por Constantino Escalante y Santiago Hemández, caricaturizada por Manuel Manilla, logró elevar su antorcha presencial hasta que la “mortalizó” Diego Rivera, quien la arrebató de la sabiduría popular para entregarla, como si fuera una muerta, a los obscenos eruditos. Por eso ha emigrado a donde puede ser mensajera sin ser llorona.

La Catrina. La muerta alegre, pulcra, sonriente, distinguida, glamorosa, envidiada, envidiable. Oscura y, de tan bella, hasta merece un beso, dos caricias y su libertad. Hasta ser documentada.

 

Adolfo Flores Fragoso – adolfofloresfragoso@yahoo.com.mx                                                                                                                                        @floresfragoso

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