La escultura en el México de hoy
Enrique Villa Ramírez
Como generación nos ha tocado vivir una época redonda, es decir un tiempo que termina por devorarse a sí mismo, en réplica de la serpiente que se muerde la cola, pues hemos pasado del esplendor de las vanguardias y sus herencias críticas hasta el triunfo del objeto ensimismado y el instalacionismo, tildado de conceptual, catapultado por la especulación de los centros hegemónicos de la cultura y el mercado: Berlín, Nueva York y Londres. Ciudades-Estado que legitiman lo que puede designarse valioso y, en consecuencia, bien de interés artístico “coleccionable”, en recintos públicos, fundaciones privadas y colecciones particulares.
Ningún país está en condiciones de abstraerse de esta lógica “neocolonial”. Las circunstancias históricas de cada proceso y cada fenómeno específico varían. México logró formar parte del núcleo del arte moderno desde los albores del siglo XX gracias al impacto que tuvo la Revolución mexicana en el orbe en su conjunto, por inaugurar el despertar de las conciencias frente a la política de viejo cuño, monárquica, centralista, dictatorial, más los atisbos del fascismo. En nuestro caso el arte fue el vehículo de una evangelización altamente ideologizada que en los muros y los espacios públicos hizo de la pintura mural y la escultura un culto al nuevo régimen.
Hilo conductor, el dominio, se asumía como puesta en escena: espectáculo o montaje de una especie de pensamiento homogéneo. Se desprende de ello que las estatuas individuales y los conjuntos escultóricos constituyen auténticos lieux de memoires en la voz de Pierre Bora, depósitos de un querer ser, aspiraciones duras, broncíneas o pétreas, de un archipiélago de ideas, emociones y aspiraciones. Civismo en acto y filosofía de la voluntad que fueron capaces de inventar una Nación con todos los bemoles que se quieran.
Con un perfil similar a la Escuela de Pintura al Aire Libre de Alfredo Ramos Martínez (1871-1946), surgió en 1927 la Escuela de Escultura y Talla Directa dirigida por Guillermo Ruiz (1895-1965) en el exconvento mudéjar de La Merced, asistido por Gabriel Fernández Ledesma (1900-1983) y Luis Albarrán y Pliego (1893-1967). Se impartían clases de herrería, talla en madera, talla directa en piedra, fundición, orfebrería y cerámica, bajo el concepto de “escuela acción” que no exigía pre-requisitos, siendo respetuosa de las inclinaciones de los alumnos y sus maneras de ver, pensar e interpretar sus propias visiones. Ya estando domiciliada en la colonia Guerrero de la Ciudad de México, en 1943, con Antonio M. Ruiz “El Corcito” (1895-1964) como director, cambió su nombre al de Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda.
La escultura pública honrará a los muertos deificándolos en una calca del pasado, ya no será Benito Juárez y los próceres de la Reforma el núcleo doctrinario, sino Álvaro Obregón en el lugar de su magnicidio, quedándome siempre la duda de si en verdad así lo honraba la Revolución institucionalizada o si al contrario publicitaba a los cuatro vientos cuál era el precio que pagarían los demasiado “listos”, justo como el estratega de Siquisiva (Monumento a Álvaro Obregón, 1935; arquitectura de Enrique Aragón Echegaray, 1906-ca. 1960; estatuaria en cantera, granito y bronce de Ignacio Asúnsolo, San Ángel, Parque La Bombilla), o los caudillos que se asesinaran unos a otros demostrando que el Porfirismo jamás fue derrotado de raíz, optando por exiliarse a los primeros reveses militares y cediéndole el territorio a un puñado de crápulas y procónsules incapaces de someterse al interés general, y que yacen en ese osario levantado de los vestigios del inacabado Palacio Legislativo de Émile Bénard (1844-1929). En 1933 Carlos Obregón Santacilia (1896-1961) formularía un rescate parcial: el del Salón de los Pasos Perdidos, equivalente en un auditorio o teatro al foyer. Su intención fue hospedar al Movimiento Armado de 1910. Símbolo-picota del antiguo régimen y faro del nuevo. Los mármoles originales cederían su sitio a la cantera chiluca y al tezontle volcánico negro. El monumento ganó en sobriedad y severidad, obteniendo una grandilocuencia silente gracias a Oliverio Martínez (1901-1938), quien tuviera como su principal asistente a Eduardo Tamariz Galicia (1904-1988).
Sin negar los méritos de algunos de los hacedores de bultos y volúmenes de entonces, en especial Ignacio Asúnsolo (1890-1965), Oliverio Martínez de Hoyos (1901-1938) y Luis Ortiz Monasterio (1906-1990), ninguno de los del grupo dominante en esa época puede comparársele a Germán Cueto (1893-1975), el único que tuvo por derecho propio un lugar de privilegio en la escena europea mientras formó parte de Cercle et Carré, el grupo/revista del belga Michel Seuphor (Ferdinand Louis Berckelaers, 1901-1999). Ya con su influencia aparecerán en el firmamento volumétrico: Pedro Coronel (1922-1985), María Lagunes (1922-2024), Federico Silva (1923-2022), detonador de la iniciativa Espacio Escultórico en la UNAM; Manuel Felguérez (1928-2020), Ángela Gurría (1929-2023), Naomi Siegmann (1933-2018), Helen Escobedo (1934-2010). Algunos de ellos dialogarán y se agruparán alrededor de Mathias Goeritz (1915-1990) y su concepción emocional de las artes.
Cada vez más expuestos a los vientos foráneos los artistas mexicanos o residentes en nuestro país postularán lenguajes propios; como Hersúa (Manuel Hernández Suárez, 1940), Águeda Lozano (1944), Yvonne Domenge (1946-2019), Enrique Carbajal “Sebastián” (1947), Jesús Mayagoitia (1948), Kiyoto Ota (1948), Paul Nevin (1949). Más tarde aparecerán Marina Lascaris (1950), Alberto Castro Leñero (1951), Manuel Marín (1951), Saúl Kaminer (1952), Ernesto Hume (1953), Gabriel Macotela (1954), Jorge Yázpik (1955), Paloma Torres (1960), Aurora Noreña (1962), Hiroyuki Okumura (1963), Renata Gerlero (1964), Beatriz Canfield (1972).
Semejante elenco identifica artistas de la tercera dimensión, auténticos escultores, amén de registrar solo a los que se encuentran en plena madurez estética, consagrados por la crítica especializada. No incluye a quienes esporádicamente se acercan a la volumetría y a la intervención espacial.
Sin duda la tridimensión prehispánica manifiesta en la escultórica de gran escala y formato o en los objetos rituales y utilitarios, avasalla toda manifestación ulterior. Se yergue en calidad de referencia y punto de partida, pero también en freno simbólico por su perfección y belleza. A una institución como el Museo Federico Silva le corresponde otear el panorama de la fábrica escultórica a lo largo y ancho del territorio nacional para conocer primero y divulgar después a los valores emergentes y crear nuevos públicos.
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