EL AROMA DEL ESPÍRITU 

Rocío Benavente 

 

 

Cuenta la leyenda que el jazz nació cuando varios músicos se reunieron en un rincón de Nueva Orleans sin saber exactamente qué iban a tocar… pero sabiendo exactamente lo que sentían. Así empezó todo: una conversación entre almas que no necesitaban permiso para expresarse. 

Mientras otros géneros seguían partituras, reglas y expectativas, el jazz vino a decir: 

“Toca lo que traes dentro. No lo que se espera. No lo que ‘debería ser’. Lo que eres.” 

Y eso fue revolucionario. O, mejor dicho: espiritual. 

Así empieza con una nota, otro lo interrumpe con otra más rara, un tercero entra porque sintió el llamado… y de pronto, sin saber cómo, están creando algo que no existía hace tres segundos. Y no importa si uno toca más fuerte, otro más lento o el de la batería parece poseído por un espíritu ancestral: todo cabe, porque todo es verdad en ese momento. 

El jazz, en el fondo, es un acto de fe. 

Es el alma diciendo: “No tengo mapa, pero confío en el viaje”. 

Es rendirse al ahora, al instante, a la magia de lo irrepetible. 

Por eso a veces suena como una locura. Y lo es. Pero una locura lúcida. Una meditación con instrumentos. 

Tú escuchas y algo en ti se suelta. Una emoción que no sabías que llevabas puesta, una tristeza que necesitaba bailar, una alegría que no cabía en palabras. 

Y sí, aunque parezca que cada músico toca lo que quiere, hay algo más grande guiándolos. 

Llámale intuición, Espíritu, Presencia… 

En realidad, nadie está improvisando solo. Todos están conectados a la misma fuente, al mismo pulso divino. 

Así que sí: el jazz funciona. 

No porque sea perfecto, sino porque es honesto. 

Y en un mundo que a veces parece exigir máscaras, el jazz nos recuerda que tu alma ya tiene su propio sonido. 

Sólo tienes que dejarla tocar.