La Luz como metáfora de lo Divino en la vidriera medieval

LA CAVERNA 

Miguel Campos Quiroz 

 

 

 

La Edad Media ha sido juzgada por la mayoría de las voces «autorizadas» de la modernidad y del «iluminismo», de una manera muy injusta y muchas veces malintencionada, como una época oscurantista. El que no fue tal cosa queda de sobra demostrado por las grandes luces que aquella época aportó a nuestra civilización occidental, y que incluyen la creación de la universidad, la invención del libro tal como hoy lo conocemos, la estructuración de los idiomas modernos, las técnicas en el arte y la arquitectura propias de esos siglos, y por supuesto, grandes avances en la ciencia (como tratados astronómicos sobre los eclipses que demuestran sin lugar a dudas que los medievales no eran ningunos ignorantes que creían que la tierra es plana, así como la invención del reloj mecánico en los monasterios) y también grandes aportes al pensamiento filosófico y teológico, la literatura, la música, etc. 

Pero el que la Edad Media fue una época de luces, queda tangiblemente expresado en una técnica pictórica que, junto con los frescos y murales, forma parte de ese conjunto maravilloso que son las grandes catedrales: la vidriera gótica, una forma de pintura medieval en la cual la luz juega un papel crucial. 

Bien sabemos que el fin último del arte es la vivencia de la belleza, el arrebato estético que lleva al espectador a una especie de estado extático en el cual, de alguna manera, experimenta la trascendencia. Y esto se hace particular y explícitamente patente en el caso de la contemplación de la vidriera de una catedral gótica y de sus juegos de luces multicolores, cuya finalidad va mucho más allá de la experiencia puramente estética y del mero impacto visual, siendo que lo que se busca en dicha contemplación es la vivencia directa de lo Divino. 

De esta manera, aquel que penetra en la nave de una catedral gótica así iluminada, ha entrado en un espacio sagrado dominado por la presencia misma de la Divinidad que se expresa como rayos de luces de colores filtrados a través de los vitrales de los grandes rosetones, y de este modo capturadas sus percepciones, su alma es elevada y entra en una conexión directa con Dios. Esa fue siempre la conexión mística que buscaron inducir en el observador, más allá de lo puramente visual y decorativo, aquellos artesanos que, utilizando vidrios de colores y metales para generar sus efectos luminosos, crearon en el interior de esa gruta simbólica que es el templo medieval, una atmósfera de devoción y meditación, haciendo descender en ella, literalmente, la Luz Espiritual que viene de lo alto y que ahuyenta así la oscuridad del mundo. 

Pues la Luz era para estos artífices medievales una manifestación tangible (y no una mera metáfora) de la presencia de lo Divino, y ¿qué es toda forma de pintura sino, al fin y al cabo, crear con esta misma Luz, y producir con ella una experiencia trascendental de la Belleza? ¿Acaso hay alguna diferencia entre esta última y lo Divino? ¿Hay alguna genuina distinción entre el arrebato estético que provoca la contemplación de las Bellas Artes y la vivencia de lo trascendente? ¿No es acaso el arte verdadero un puente místico que une las percepciones del hombre con ese orden celestial que es el Mundo de las Ideas Divinas, y el cual es por lo tanto la Mente de Dios? 

El vitral gótico es una ventana, y un portal místico, a ese otro Mundo. 

 

 

 

camposquirozmiguel@gmail.com 

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