No image

Libres y revolucionarios en El Louvre

CINE 

Agustín Ortiz 

 

 

Mientras intentamos hacer sentido a la imagen que se nos presenta, la voz en off nos va guiando “¿Cómo matamos tiempo? Preguntó Odile. Franz había leído sobre un Americano que había recorrido el Louvre en 9 minutos con 45 segundos. Ellos lo harían mejor. Arthur, Franz y Odile superaron a Jimmy Johnson por dos segundos”, mientras vemos a tres personas correr, felices, libres y riendo por los pasillos del legendario Museo. 

Y sin darnos cuenta, atestiguamos una revolución. 

Porque es justamente con Bande à part (Jean Luc Godard, 1964) que la Nouvelle Vague en su idea de cambiar las reglas del cine logra un primer producto que se mimetiza con la cultura popular para dejar de ser considerado alto cine y ser simplemente cine; basada en la novela noir Fools Gold (1958), de la estadounidense Dolores Hitchens, lo que se nos narra aquí es la historia de tres amigos que hastiados de sus vidas deciden robar la fortuna de la madre adoptiva de uno de ellos. Y sí, suena a cliché, pero el asunto es cómo fue filmada. 

Cómo se nos cuenta. 

Porque a estas alturas, a Jean Luc Godard (1930-2022) ya le había quedado chico el cine; egresado de las filas de la legendaria revista Cahiers Du Cineme y pieza fundamental de la Nouvelle Vague (teniendo de compañeros de lucha a genios como Francois Truffaut, Agnes Varda y Jacques Rivette, por mencionar algunos), llegó un momento en que el joven Godard sentía que el cine ya había dado todo de sí. Y fue tan grande su amor por el séptimo arte que decidió dejar la revista y emplear sus ahorros para rodar, a los 31 años y con cámara en mano, A Bout Du Suffle, noir referencial que no sólo convirtió en estrellas a sus protagonistas Jean Paul Belmondo y Jean Seberg, sino que también inauguró una nueva era dentro del cine, una donde la edición y el estilo eran parte fundamental de una narrativa que se nutría de la cultura popular a su alrededor, y la historia un mero pretexto a la hora de plasmar una visión del mundo en la pantalla grande. 

Con la confianza que le había dado una corrida inigualable de éxitos (Une femme est une femme, de 1961, y Vivre sa vie: Film en douze tableaux, de 1962, junto con su musa Anna Karina), en Bande à part el decidió tomar una historia que en Hollywood, sabía, hubiera sido cliché para transformarla en un artefacto cinematográfico que a la par acabó influyendo tanto a Quentin Tarantino y a toda una generación de cineastas independientes que, fascinados por esa mezcla entre Alicia en el País de las Maravillas y Franz Kafka, tomaría su cámara para narrar sin suprimir su mirada. 

Y es justo en la escena descrita en el inicio que encontramos la suma máxima de por qué Godard importa en el cine como Van Gogh en la pintura; «Lo que quiero sobre todo es destruir la idea de la cultura. La cultura es una coartada del imperialismo. Hay un Ministerio de Guerra. Hay un Ministerio de Cultura. Por lo tanto, la cultura es la guerra» decía el realizador y eso tiene su máxima expresión en un minuto donde observamos a sus protagonistas (jóvenes, peligrosos, eufóricos) correr a través de un espacio que desde su creación se considera sinónimo de alta cultura, de repositorio de la memoria. 

Basta con partir de ello entendiendo al Museo como un espacio tradicional en el que imperan el orden, las normas y la disciplina (no olvidemos sus orígenes ligados a la Monarquía). De esta forma, en la escena los amigos corren en sentido opuesto a los asistentes mientras burlan al guardia de seguridad; lo que importaba no era atravesar el museo, era pasar de largo ante los cuadros, sólo correr como muestras del desinterés por la norma, por las tradiciones, una victoria del pathos sobre el ethos. 

La máxima libertad. 

La que liberó al cine. 

Y con el Louvre como escenario. 

Sin dejar de albergar arte. Y aquí a uno de los origenes de la revolución dentro del séptimo arte.

Compartir

About Author

Related Post

Leave us a reply