Martin McDonagh, tragedia rural e identidad irlandesa
TEATRO
Rodolfo Meléndez Sánchez
Por un rato, olvida la Irlanda verde de los folletos turísticos. Olvida los campos, las canciones y las vacas masticando pasto al compás de la Novicia Reblede. The Beauty Queen of Leenane, la primera obra de Martin McDonagh, arranca todo ese decorado con una navaja oxidada. Lo que queda es un páramo húmedo, una casa podrida por el encierro, una madre miserable y una hija que la odia con la misma intensidad con la que la necesita. Irlanda, en esta historia, ya no es un lugar, sino una enfermedad hereditaria.
McDonagh nació en Londres, pero con sangre irlandesa corriendo por sus venas. No fue educado en los campos de Connemara, sino entre ladrillos británicos y televisión— mucha televisión—. Sin embargo, cuando decidió escribir teatro, miró hacia el oeste, hacia ese territorio mitificado por Yeats y Synge, y lo devolvió cubierto de barro y resentimiento. The Beauty Queen of Leenane se estrenó en Galway en 1996 y pronto se convirtió en una especie de fenómeno: ganó premios, aplaudida por los irlandeses y los británicos, aunque pocos se dieron cuenta de que lo que McDonagh estaba haciendo no era celebrar Irlanda, sino escupirle.
En esa casa de Leenane viven Mag, una vieja manipuladora que se devora a su hija con su dependencia, y Maureen, una mujer de cuarenta años sin otra vida que cuidar de ella. Entre las dos no hay amor, solo necesidad y repulsión. Cuando Maureen intenta un gesto de escape —un posible romance con Pato, un obrero emigrado a Inglaterra—, Mag lo destruye. Maureen responde con violencia: la quema, la mata. No hay redención. En McDonagh no hay lugar para la compasión; los personajes están hechos de soledad, miedo y una rabia que no encuentra salida.
Esa relación podrida entre madre e hija es Irlanda, que también se odia a sí misma. Mag desprecia su propio idioma: cuando suena una canción en gaélico, dice que “suena a tonterías”. Prefiere el inglés, la lengua del colonizador, porque “así se entiende lo que dicen”. Maureen, en cambio, le reprocha: “¿Qué país crees que es este? Es Irlanda. Deberías hablar irlandés”. Pero incluso ella, más tarde, siente repulsión por las canciones tradicionales, las llama “escalofriantes”. Ninguna de las dos encuentra un lugar firme donde pararse. Ambas están atrapadas entre la herencia y el rechazo, entre la nostalgia y la vergüenza.
McDonagh sabe que esa esquizofrenia cultural es el centro de la identidad irlandesa moderna. Sus personajes no solo viven en una casa en ruinas; viven en una nación rota, que perdió la fe en sus símbolos y que mira a Inglaterra con odio y envidia al mismo tiempo. En una escena, un joven del pueblo describe Leenane como “un lugar que te mata tan fácil como una droga”. Las historias del campo, que antes eran sinónimo de comunidad, se vuelven grotescas. Un hombre corta las orejas del perro de su hermano y las guarda en una bolsa. La violencia no tiene justificación ni origen. Es Irlanda.
Lo que McDonagh hace con The Beauty Queen of Leenane es un análisis de la cultura rural irlandesa. No hay romanticismo. No hay salvación. Irlanda ya no es el “jardín del oeste”, sino un pantano donde el resentimiento florece como hiedra. Lo que antes fue pastoral, ahora es black pastoral: un espejo oscuro que se burla del mito campesino. En vez de la madre protectora, tenemos una madre que asfixia; en vez del hijo que emigra con esperanza, una hija que se encierra con desesperación.
El tiempo en la obra es incierto. Hay televisores, viejas canciones, referencias a los años ochenta y noventa, pero todo parece detenido, como si Leenane existiera fuera del calendario. Las paredes de la casa están cubiertas de retratos de los Kennedy y crucifijos, reliquias de un pasado que ya no significa nada. La mezcla de épocas y símbolos es deliberada: McDonagh quiere mostrar que Irlanda vive atrapada entre su pasado y un presente que no comprende.
Lo mismo ocurre con el lenguaje. Los personajes hablan una mezcla de inglés e irlandés, un dialecto que suena familiar y extraño al mismo tiempo. McDonagh no usa el idioma gaélico puro, sino un híbrido que refleja la confusión de sus hablantes. No es la voz del colonizador, ni la del nativo orgulloso. Es un habla sin raíz. El resultado es un teatro que suena irlandés, pero no se le parece.
En ese idioma fracturado se condensa la doble identidad de McDonagh. Él mismo lo ha dicho: no se siente completamente inglés ni completamente irlandés. “Soy mitad y mitad, y a la vez ninguno”, confesó en una entrevista. Esa posición —la del que no pertenece— le permite mirar Irlanda sin el sentimentalismo de los escritores nacionalistas. No busca reconstruir la nación, sino exponer sus contradicciones. Para él, la identidad irlandesa no es una bandera sino una parodia europea pseudoamericana.
El dramaturgo Homi Bhabha escribió que la nación es una narración, y como toda narración, está llena de huecos, mentiras y versiones contradictorias. McDonagh parece escribir desde uno de esos agujeros. Su Irlanda no tiene esencia; es un collage de voces, una ficción que ya no convence ni a quienes la repiten. En The Beauty Queen of Leenane, la confusión entre lenguas y tiempos no es un error: es la condición misma del país. La pérdida de un idioma se convierte en la pérdida de una identidad.
Sin embargo, McDonagh no es un moralista. No ofrece soluciones ni moralejas. Su método es el exceso: la violencia llevada al absurdo, el humor que lastima. “Camino entre la comedia y la crueldad”, dijo alguna vez. En esa mezcla brutal se revela algo que la realidad esconde: la risa y la muerte son vecinas.
La obra también refleja el desencanto de los años noventa, cuando Irlanda, ya lejos de las guerras y del hambre, comenzó a enfrentarse a sí misma. El campo se despoblaba, los jóvenes emigraban, y el catolicismo perdía poder. Lo que quedaba era un país que no sabía qué hacer con su independencia: el hogar, la familia, la comunidad. Todo eso aparece en su teatro de lo absurdo.
En su “pastoral negra”, McDonagh no pide volver al pasado ni conservar las viejas canciones. Prefiere el ruido del presente, aunque sea grotesco. Irlanda, en su versión, no necesita pureza, sino conciencia. La identidad nacional no es una herencia, sino un bebé que no sabe nada.
Por eso The Beauty Queen of Leenane sigue siendo incómoda. No celebra nada. No hay héroes ni villanos, solo gente atrapada en mierda. La violencia no viene de afuera, sino de adentro, del peso de una historia mal digerida. Es la radiografía de un país que aprendió a odiarse con educación.
Martin McDonagh entendió que, para escribir sobre Irlanda, primero había que matarla. Quitarle el maquillaje celta y mostrar la piel con pus y moscas. En ese gesto brutal hay una forma de amor: el amor de quien mira lo suyo sin perdonarlo.
The Beauty Queen of Leenane no busca reconciliación. Busca ver a la humedad, y no limpiarla.

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