Miles Davis ante un elevador sin retorno
CINE
Agustín Ortiz
Para 1957, el nombre de Miles Davis era ya ampliamente conocido por los amantes del jazz.
Discos esenciales como Blue Moods (1955), Quintet/Sextet (1956) y, especialmente, Birth of the Cool (1957), habían cimentado al joven trompetista como un genio del hard bop que, pese a sus adicciones y conflictos personales, no solamente coronaba las listas de popularidad sino que también se había convertido en una estrella que había sorteado los límite y barreras de un género hasta ese entonces considerado de nicho, para volverse quizá una de las primeras figuras en codearse con el mainstream, y no por eso vender la pureza del jazz.
Y fue en ese mismo año (1957), durante una gira por Europa, cuando, siguiendo el consejo de su asistente Jean Paul Rappeneau, Davis decidió que los confines del estudio le estaban quedando un poco chicos a su genio.
El cine era la siguiente cima por alcanzar.
Luego de presentarse en el legendario Club Saint Germain de París, Rappeneau le presentó a un joven director de nombre Louis Malle, uno que recientemente había ganado la Palma de Oro en Cannes por El mundo silencioso (Le Monde du silence, 1956, dirigida junto con Jacques Costeau), quien justamente se encontraba afinando los detalles de la que, a la postre, se convertiría en una de las cintas de culto para los amantes no sólo del noir sino del cine en general, y quien en la trompeta de Davis había oído la soledad y la melancolía que su película requería para poder ser terminada.
Y precisamente esa melancolía que a veces es tan esencial a la hora de narrar en el llamado Cine Noir (O Cine Negro, con sus mujeres fatales, héroes atormentados, traiciones y bajos mundos infernales) no era fingida en la música de Miles: él mismo luchaba contra la adicción a la heroína que lo había minado al grado de desintegrar su famoso primer Quinteto (que incluía nada más y nada menos que a John Coltrane) para lanzarse a solas ante el público. Y justamente queriendo probarse como músico en esa soledad, Miles aceptó trabajar con Malle.
Después de dos semanas, con el piano y sí mismo cómo única compañía, Davis arribó al estudio para grabar lo que sería una obra maestra, no sólo del cine, no sólo del jazz, sino de la comunión de música y séptimo arte, una banda sonora que compartiría nombre con la cinta: Elevator to the Gallows (Ascenseur pour l’échafaud, 1958).
Y Miles no volvió a ser el mismo.
Ni el jazz.
Fue el 4 de diciembre de 1957 cuando Miles se encerró en compañía de su nuevo quinteto para, con una copia rudimentaria de la cinta, improvisar 10 piezas que a la postre no sólo musicalizarían la tragedia que el tenía enfrente (descubriendo la melodía al mismo tiempo que veía la cinta, mientras que sus músicos sólo podían apoyarse en líneas melodicas rudimentarias que Miles les había compartido), sino que en medio de la tensión rompería las barreras del hard bop y le devolvería su libertad a un género que en ocasiones era más apreciado en su estilo definido.
Ahí, frente a la pantalla, a solas, Miles se encontró a sí mismo.
Y en 1958, saboreando esa soledad y libertad que le había permitido el séptimo arte, Miles lanzó Milestones.
Y en 1959, Kind of Blue.
El genio se convertía en leyenda y nada volvería a ser igual.
Para el cine, el jazz, el mundo.
Y todos aquellos corazones solitarios y trémulos que en el jazz encuentran la mejor compañía para ser.
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