Minucias del idioma

Educación e idioma 

 

Hace unos años, según trascendió, en un examen para ingresar a la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla se dio el caso de un aspirante que incurrió nada menos que en ¡32 faltas de ortografía! ¿Para asombrarse? No, la verdad es que el panorama educativo en materia de manejo idiomático es desalentador.  

Cierta vez me invitaron a presentar uno de mis libros en una escuela de turismo de la ciudad de Puebla (omito el nombre por ética). Durante la presentación, invité a los alumnos —por cierto, del último semestre de la licenciatura— a participar en un sencillísimo ejercicio: escribir una lista de diez palabras de uso general, tales como “exuberante”, “examen”, “exento”. Como se ve, nada del otro mundo. Para completar el ejercicio, invité al alumno (o alumna) más destacado en materia de escritura. Resultó ser una alumna. Ella, mientras los demás escribían en sus cuadernos, escribió en el pizarrón las palabras que dicté. 

Los resultados indicaron que ella no era la mejor, sino la menos peor. De las diez palabras dictadas, escribió mal seis o siete —no recuerdo—. Por ejemplo, “exuberante”, que no lleva “h”, la escribió con “h”; y exento, con “xc”, confundiéndola sin duda con “excepto”; y el colmo, “examen”, que no lleva tilde por ser grave y terminar en vocal, la escribió con tilde. Del resto del grupo, ni hablar. 

Se trata de un solo ejemplo. Pero no me cabe la menor duda —y esto lo digo por experiencia— de que así anda la mayoría de los estudiantes, incluso de nivel superior. 

Quizás, como lo he dicho más de una vez en alguna de las charlas que he impartido sobre el tema, el problema del idioma es que lo empleamos con la misma inconsciencia que respiramos o comemos; es decir, respiramos y comemos, y así vivimos, pero la verdad es que no sabemos ni respirar ni comer, y no lo detectamos hasta que nos sobrevienen enfermedades respiratorias o digestivas. En el caso del idioma, no nos damos cuenta de su falta hasta que algo serio nos ocurre a causa de no manejarlo adecuadamente.         

En este sentido, quizás el idioma no sea importante para un campesino que sólo sabe cultivar la tierra y por tanto le da lo mismo decir “mallugar” que “magullar”, o “trasquiversar” que “tergiversar”. 

Pero ¿qué tal para un profesor, un locutor, un político, un periodista? Recordemos que el idioma es para ellos —o debiera— como el arma para un soldado, la escuadra y el compás para un arquitecto, la regla de cálculo para un ingeniero, o el conocimiento de la anatomía humana para un médico. 

Miguel Campos Ramos 

camposramos@outlook.es 

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