Pigmalión: hablar, escribir y verse bien

Minucias del idioma

Miguel Campos Ramos 

 

 

Se ha vuelto una especie de moda verse bien físicamente. Cada día, los gimnasios se ven más concurridos, se ve gente corriendo, trotando o caminando por los parques públicos, y se vigila la dieta. 

Quizá esta moda no sea más que el reflejo de la influencia televisiva, y hoy de las redes sociales, a través de la publicidad, tanto la formal como la disfrazada en forma de programas de salud y deporte. Pero, claro, en este caso sea bienvenida esta influencia, pues la salud nunca sobra. 

Sin embargo, si se pregona tanto verse físicamente bien, ¿qué tal si además se pregona estar intelectualmente bien? 

Esto es, ¿qué tal si también en los medios de comunicación  se intensifica la promoción de la cultura? Pero no sólo transmitiendo programas de divulgación que nos enteran de historia, geografía, filosofía, etc., pues visto está que así únicamente se propicia el alejamiento de la gente, ya que las más de las veces se emplean esquemas aburridos. Más bien exaltando la cultura en sus diversos programas. ¿Cómo? 

He aquí un ejemplo:  

En una telenovela casi siempre se expone que el hombre o la mujer con atractivo físico, y raramente por sus cualidades humanas, es quien triunfa, es decir, quien alcanza el éxito económico, el amor, etc. Pero ¿qué tal si igual se expone que un hombre o mujer logran lo mismo merced a su formación cultural-intelectual? 

Recordemos, a modo de ejemplo, la famosa obra teatral “Pigmalión”, del irlandés George Bernard Shaw. Dicha obra es una comedia que cuenta la transformación de una vulgar florista callejera de Londres llamada Liza Doodlittle, en una dama muy elegante por el aspecto y el modo de hablar que consigue gracias a los esfuerzos de un profesor en fonética, Henry Higgins, quien la ilustra, la enseña a expresarse, y así le gana una apuesta a su amigo el coronel Pickering, a la sazón erudito en dialectos indios (de la India, aclaro).  

Otro ejemplo, sólo que cinematográfico, es “Educando a Rita”. En tal película, una joven y común  ama de casa decide estudiar. Aunque con esfuerzos, bloqueada por un esposo absolutamente desinteresado en sus ambiciones intelectuales, pero estimulada por un profesor ya maduro que decide apoyarla, acaba convirtiendo su ignorancia y vulgaridad en un cofre de conocimientos. El profesor acaba enamorado de la alumna, al escucharla hablar tan pulcramente y exponer teorías literarias producto del aprendizaje y el estudio que ni a él se le ocurren. Desgraciadamente, el final no es muy feliz que digamos, pues no se ve el clásico beso hollywoodense. Y es que Rita decide seguir estudiando, y el dedicado profesor es transferido a otro país. 

Obras de tal tipo, que no hacen mofa de los cultos ni de quienes se expresan con corrección y elegancia, debieran de propiciarse más a través de los medios de comunicación, y sin lugar a dudas se generaría un mayor interés por hablar mejor y por prepararse. 

De no hacerlo, el buen manejo de la palabra quedará reducido a los pocos que, al dominarla, se imponen a los demás merced a su labia. 

 

 

 

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