¿Son cultos los niños mexicanos?

La respuesta es un rotundo no. Así lo demuestran las cifras y los estudios serios que nos comparan con otros países en cuanto a nivel intelectual y educativo; pero no nos detendremos en tales datos, pues son de dominio público y pueden ser consultados por cualquiera que se aplique a la investigación de los mismos. Más importante es hablar de lo que se ha y no se ha hecho para enfrentar tan desventajosa y vergonzosa realidad, y qué propuestas hay para cambiarla, si es que hay alguna. Y la respuesta a tal interrogante no parece francamente alentadora. 

En las últimas décadas, en México e Hispanoamérica se ha introyectado, de la mano del progresismo que todo lo degrada y destruye, una concepción de las cosas en las que todo modelo de pensamiento pasado, alguna vez considerado clásico, se desecha y se desprecia, para dar paso a una manera de pensar y de actuar carente de lógica y de rumbo. Y en el tema de la cultura (de la alta cultura, más bien), y su principal vehículo de difusión, la lectura, esto no es menos cierto. 

Y es que algunas corrientes de pensamiento progresista en la educación han abogado por un modelo de lectura en el que ésta no es ya una disciplina que debe abordarse con racionalidad y con una adecuada metodología, sino que presenta a la actividad lectora como una actividad en extremo liberal, en la que ésta es vista casi como un juego, y en la que lo que cuenta es lo que piensa y siente el “lector” ante un texto presentado, casi siempre insustancial, y en la que además no existe el análisis sistemático de lo que se lee y de lo que el autor realmente quiso decir, sino que casi todo es libre asociación de ideas, tan diversas como dispares entre sí, y por tanto donde casi todo se basa en meras ocurrencias. 

Así es el lamentable modelo que presentan hoy los promotores de lectura a todos los niveles escolares, desde preescolar hasta los grados universitarios, y como consecuencia, desde temprana edad no se sabe leer, sino sólo “jugar a que se lee”. 

Así, a diferencia de anteriores generaciones en las que a los niños se les exigía leer disciplinadamente en la escuela como parte de su formación, los hijos de este nuevo y posmoderno modelo de enseñanza están creciendo bajo la ideología de que lo que debe buscarse es el disfrute y la relajación, y que, si no se disfruta leer a los autores clásicos, lo mismo da leer una historieta, o incluso algo menos complejo como un libro de dibujitos con poco o hasta nulo texto. Vaya, no ha faltado hasta quien ha llegado a decir que la lectura de libros es un pasatiempo burgués y que ¡lo mismo da leer un mensaje de Whatsapp que un libro, porque eso es también lectura, y que decir lo contrario es clasismo! 

Para colmo de males, desde los años 90 los libros oficiales de lectura de la SEP que utilizan todos los niños en las escuelas primarias únicamente presentan textos de un nacionalismo trasnochado y con fuertes cargas ideológicas hechas a la medida del discurso político en turno, en vez de presentar textos, o cuando menos fragmentos de ellos, pertenecientes a las grandes obras de la Literatura Universal. 

Tal situación no puede ni debe permitirse, y si queremos llegar a ser un país desarrollado tanto moral como intelectualmente, integrado por personas cultas desde la infancia, tenemos que volver a exigirnos, a nosotros mismos y a las nuevas generaciones, una verdadera disciplina en cuanto a lo que a nuestra formación se refiere.  

Por ello es tan importante acercar a los niños y a los adolescentes a los autores clásicos de la literatura infantil y juvenil, e incluso a textos más complicados, si se juzga que son capaces de abordarlos y de entenderlos.  

Autores clásicos como Perrault y los hermanos Grimm con sus cuentos (sin distorsiones hechas a la medida de la generación de cristal, como hoy se pretende), o novelas de aventuras como «Los tres mosqueteros», de Dumas, o libros de autores más contemporáneos como «El principito», de Saint Exupery, «Platero y yo», de Juan Ramón Jiménez, o «La historia interminable», de Michael Ende, son todas ellas lecturas muy recomendables para las incipientes mentes infantiles y juveniles en desarrollo, que les dejarán conocimientos, así como grandes lecciones y reflexiones sobre la vida y el mundo. 

No se pretende en este artículo negarle a la lectura su dimensión de disfrute (pues leer es verdaderamente un gran placer, como sabemos muy bien quienes practicamos tal actividad). Tampoco pretendemos decir que no debería todo niño y toda persona elegir sus lecturas con base en sus propios gustos y preferencias. Lo que se quiere decir es que, a la par que debemos seguir promoviendo la lectura como una actividad esencialmente libre y liberadora en el ámbito privado y personal de toda persona, de niños y de jóvenes, en el caso muy especial de estos últimos sí debería sistematizarse desde la propia educación, a un nivel institucional, un modelo en el cual sea un requisito para los alumnos conocer la literatura clásica, si queremos llegar a ser un país que pueda considerarse culto.  

 

 

Miguel Campos Quiroz 

camposquiromiguel@gmail.com 

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